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domingo, 9 de mayo de 2010

Buscando el País de las Maravillas


Érase una vez, en una ciudad sin nombre de un país cualquiera, una chica de 17 años que se llamaba Alicia. No pertenecía a la alta sociedad, ni mucho menos. Tampoco tenía una malvada madrastra (sólo tenía sus momentos, de vez en cuando, como todas las madres), ni siquiera hermanos diminutos o perversos. La verdad es, que dentro de lo que cabía, su familia era bastante corriente. A pesar de que no tenía padre. Su madre siempre le decía que tenía problemas de salud, y por eso estaba ingresado permanentemente en una clínica. Alicia nunca se lo creyó del todo, pero sabía que no tenía que insistir más con el tema. Vivían en un pisito, en la periferia, porque ya sabemos cómo se ponen los del Greenpeace con eso de los chalets y las cabañas de madera. La verdad es que nuestra protagonista no era ninguna princesa, y tampoco quería serlo. A ella lo que de verdad le gustaba era soñar, imaginar lugares lejanos e increíbles. No quería saber nada de exámenes de matemáticas, o de filosofía. Y mucho menos de zapatos de cristal, títulos nobiliarios o grandes bailes. Lo que ella quería era escuchar música a todas horas. A Alicia le gustaba mucho el heavy metal. Solía llevar vaqueros (que, al fin y al cabo, son mucho más cómodos que un vestido de noche) y camisetas con muchos estampados. Ella gustaba de los colores alegres. Era muy optimista, aunque no especialmente feliz.

Como hemos dicho, a Alicia le gustaba mucho la música. Tanto, que no se despegaba en ningún momento de su teléfono móvil, que conectado con dos auriculares blancos a sus orejas, le acompañaba a todo lugar al ritmo de la canción que sonara. Porque ella bailaba y cantaba. Le daba igual que estuviese la calle llena, que ella lo hacía. Daba saltos, como en un concierto. Porque los bailes de salón o el ballet no encajaban mucho con su personalidad. Y en uno de sus paseos, de repente se chocó con un hombre vestido completamente de blanco que no se paró ni a preguntarle si estaba bien. Siguió corriendo como si nada, cojeando levemente y gritando “¡llego tarde, llego tarde!” ante la sorprendida, que le siguió con pasos cautelosos hasta torcer una esquina donde le perdió la vista. Acababa de llegar a un grasiento y maloliente callejón, donde lo único que se veían eran gatos ocultándose y un tambaleante letrero de madera que rezaba con desgastadas palabras “The Hole”. Otra persona se habría marchado apresuradamente de allí, pero Alicia no tenía miedo y entró despreocupada a aquél lugar, donde se sintió mareada casi al instante, por el turbulento ambiente que allí reinaba. Una mancha blanca desapareció rápidamente por una puerta, en el fondo del local. Nuestra protagonista se dirigió hacia ella, pasando entre las mesas de aquél bar, de grotesca decoración, e intentó abrir pero el manillar no cedía. El camarero, entonces, de cara alargada y cansada se le acercó.

-Sólo el jefe pasa por aquí. Siempre cierra con llave. La única que hay está allí arriba- dijo señalando un elevadísimo estante, casi en el techo de la estancia- Pero nunca he conseguido cojerla. Tal vez tú…-

-No importa-Le interrumpió Alicia. Y dicho esto, con una flexión de su pierna derecha, consiguió al patear la puerta abrirla. Antes de caminar al exterior, volvió la mirada hacia el asombrado camarero -¿Y qué busca?-

-Nadie lo sabe. Él está olvidando todos sus recuerdos. Dentro de poco apenas podrá moverse, ni se acordará de quién es. No se puede luchar contra una enfermedad así.

-Comprendo. Nos vemos- Y Alicia salió por el otro lado del agujero.


Alicia caminó mucho más. Descubrió que el Sombrerero padecía (o disfrutaba) su trastorno obsesivo-compulsivo. Comprobó que la liebre de marzo mancaba de un brazo y varios dedos. Supo que la reina de corazones estaba enamorada de la duquesa, y esta última le robaba las tartas, porque adoraba ver su cara enfadada.

Y aprendió que el país de las maravillas está en cualquier sitio. Que no hay que buscar agujeros sin fondo en el suelo para llegar hasta él. Y que los personajes fantásticos están por todos lados -solo que no los sabemos ver-

viernes, 26 de marzo de 2010

¿Sabes? Te quiero


En un segundo pude verte. De repente, sin sentido, sin saber cuando habías llegado. Apenas me dí cuénta de cómo se movía la cama cuando subiste. La oscuridad inundaba la habitación, como el agua a una pecera. Tan solo fui consciente cuando clavamos nuestras miradas, cuando tus manos se hundieron en el colchón a ambos lados de mi cabeza.

Me aovillé como pude, sin flexionar demasiado las piernas bajo tu cuerpo. A cada rato, pasaba un coche y la luz de sus faros me permitía vislumbrarte, a tí, tu torso, el contorno de tu rostro. La barbilla, con algo de cabello incipiente. El pelo, que caía a ambos lados de la cara como si fuera de un corderito. Agadecí que todavía pudiese acompasar la respiración y pestañeé sin comprender qué pasaba. De alguna manera, no podía mover las manos, que recogidas en mi pecho notaban como el corazón intentaba atravesar mis costillas, como si quisiese volver junto a su dueño, a quien le pertenece, quien velaba mi cuerpo con el suyo. De no ser por la escasa luz, jamás podría haber apreciado que tu pecho se hallaba desprovisto de cualquier tipoo de prenda. Tu desnudez hizo que casi al instante una ola de calor inundara mi cara, adquiriendo ese color rojizo del que tanto te reías. Recuerdo el sopor y la pesadez de mis brazos en aquél momento, cada instante quedó grabado en mi memoria como hierro candente. Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que sonreistes a mi reacción, lo que fue la última bala que hizo que me rindiera. La perfección de tu semblante, curvado en la orilla de las puertas de tu aliento me hipnotizó. Sin poder reaccionar, te inclinastes completamente. Tus antebrazos quedaron apoyados junto mis hombros, tu espalda adoptó forma felina y tu boca avanzó junto a la mía, imparable, como si inevitablemente sus destinos se cruzaran. Entonces cerré los ojos y tu aliento (y ya no olor, si no aroma) me embelesó profundamente hasta paralizarme.

Provocaba adicción. Estuve seguro de que pensabas que me asusté, pude percibirlo en un brillo en tus ojos. Tal vez, por eso desististe en tu ósculo y dejaste caer la cabeza en la almohada, rozando mi cabello. En un desesperado intento, pude separar mis ancladas manos y rodear su espalda, hasta que cediste y acabaste yaciendo sobre mí. Y con la misma fuerza de antes levanté tu cabeza, dejándola caer sobre la mía. Con una réplica de la anterior pasión, mordiendo tus labios, probándolos, con fuerza, desesperación y miedo. Te agarré por la nuca y profundicé lo máximo que pude un último beso antes de separarnos. Observó mi rostro confuso iluminado por las tenuas luces de la calle, impidiéndome ver el suyo que permanecía entre las sombras.

No te vayas, por favor. Aún no. Sigue inundando con tu luz, con tu aura mágica, cada ínfima partícula de esta piel virgen. Sigue llenando con tus sonidos este recipiente vacío. Porque ya te he entregado mi alma, y espero que me invadas con la tuya.

jueves, 21 de enero de 2010

¡Bebamos!


(Siglo XIX. Sentados. Ella mira al infinito, algún lugar en el cielo. Él la observa en silencio, con expresión tranquila)
-Él: ¿Qué teneis, señora?
-Ella: (le mira lentamente y sonríe) No merece ciertamente la pena que os alarméis.
-Él: Verdad es que casi soy un desconocido para vos, mas… (La toma de la barbilla)
-Ella: ¡Qué niño sois!
-Él: (baja la cabeza) Deberíais cuidaros. Oísteis lo que dijeron los médicos.
-Ella: El juicio de esos doctorzuelos muda a la vez que su estipendio ¿Un año más de vida? Aplíquese una unción milagrosa por unos septenarios quinientos francos. Cura de tisis al más avanzado de los enfermos (con sarcasmo).
-Él: No deberíais frivolizar con un tema de tal calibre. Vuestra vida pende del conocimiento de quienes os referís como embaucadores (ella ríe). Dejad, por lo menos, que sea vuestro amigo, vuestro pariente, y yo cuidaré de vos.
-Ella: (le mira como a un crío) ¡La competencia vuelve sus rostros en falazes expresiones de mansedumbre! Sois aún un muchacho imprudente y confiado. Vuestra puerilidad es enternecedora, mas ya no sois un zagal. Y libre del ojo paterno, tal vez deberíais inclinaros por otros placeres. Hallámonos en Paris, junto a Viena, capitales del placer vicioso (coge la copa y se dispone a beber).
-Él: (toca con sus dedos la copa antes de que alcanze los labios de ella, retirándola muy suavemente) No soy capaz de seguir viendo esa falsa alegría que me ofrecéis (Se levanta)
-Ella: (Aún en el suelo, se gira para mirarlo) ¿Así pues, partís?
-Él: No podría, no sin llevaros conmigo.
-Ella: ¡Qué bueno sois! Si me lleváseis, me alejaríais de esta vida por completo. Tal vez recuperaría el preciado y juvenil color carmesí y la vivaz ansia de la niñez. Pero la muerte es implacable (se levanta) y no tardaría, reposada o con una copa en mano, como ahora, en llevarme. Entonces, ¿Qué importa, una joven más, una joven menos?
-Él: (se arrodilla ante ella, besándole la palma de la mano y los dedos, repetidamente) Concededme, al menos, el gozo de velar por vos, por vuestra salud y el futuro.
-Ella: (Con frialdad) No puedo más que permitiros ser mi amante, y aseguraros un lugar en mi palco de la ópera, o alguna madrugada en mi casa. Alguna casualidad os permitiría mayores privilegios, mas debeis tener una renta mayor a los seis mil francos, o enamorarme realmente. Para las hijas de la noche, un hombre puede ser una mañana un capricho alcanzable, y a la siguiente un recuerdo molesto, o una cifra que ayuda a cubrir las deudas. (Se sienta junto a él) Y a pesar de que os imponga mis condiciones, vos apresuradamente juraréis regir, brindarme vuestra alma sobre ellas, a pesar de que tempranamente, siendo lo más seguro, cegado por los celos o cansado de la nueva aventura, me abandonaréis o recriminaréis los deberes de una novicia. Y vos, muy alejado de la realidad, creeréis tener toda razón. En ese caso, no tendré más remedio que pediros que salgáis de mi casa, y si algún día os arrepentís y volvéis, en la puerta no habrá nadie más que mi criada diciendo que la señora duerme, mientras se escuchan jocosas y estridentes risotadas manchadas en vino desde el interior. Como he debido hacer para posibilitar vuestra visita.
-Él: (En silencio, se incorpora) ¿Serían suficientes los sacrificios para pediros, al menos, que me améis un poco?
-Ella: (le coge de la mano) Anda, ven, siéntate conmigo. Hemos hablado ya de temas poco inocentes, no te importa que te trate de forma algo menos formal, ¿verdad? A pesar de que, de una persona como yo, sea una pregunta algo extraña. (Suelta una risita baja, algo triste)
-Él: A mis ojos, resulta alentador que me veáis como un amigo.
-Ella: ¿A los labios de una concubina?
-Él: A los labios de la más bella de las concubinas, más bella que una virgen, con más gracia que cualquiera de las hijas de Dios.
-Ella: Contaré el tiempo hasta que cambieis de opinión (sonrie)
-Él: Sólo es eso posible cuando no se conoce el amor.
-Ella: No lo digáis a quien lo ignora.
-Él: Ese será entonces mi propósito.
(Se miran seriamente un momento. Después, ríen juntos)