domingo, 10 de abril de 2011

La punta de la pica de la carta de tu colgante

Sabía que no me veías, pero tampoco me importaba. Reconozco que, al principio, me sentí mal, como una espía o una acosadora, cuando a veces tu mirada inevitablemente se cruzaba con la mía. Pero yo no era más que una hoja que caía, un poco de polvo que levantaba el aire, o el resplandor en la superficie de la fuente, y todos tus escalofríos no eran infundados, así que te olvidaste de ellos. En ocasiones, pensaste, el cuerpo siente cosas que no puedo entender, y por ello me estremezco.

Iba a irme. Reconozco que ataba fuertemente con cadenas a unos perros tan grandes y furiosos como los que guardan la entrada al infierno, que me inducían a ir hacia ti. Sin embargo, ¿qué necesidad? ¿Qué placer doloroso, o dolor placentero iba a causarme? ¿Qué cría era yo para sujetarme a tus hombros, a tus brazos recios? Azoté a mi pecho con violencia hasta que se calló, y lastimero gimió reprimido.

Solo me detuve un momento, para verte y retomar la marcha con una imagen que me sirviese de retrato inmortal.

Y entonces lloré. Lloré por los juramentos de amor a medio día, mirando el cielo desde el balcón. Lloré por las tardes en las que jugábamos a ser niños, cuando me rodeabas con ambos brazos por la espalda y me empujabas hacia ti, y notábamos la piel caliente del otro. Lloré por los atardeceres en la hierba, cuando el sol se sentaba en la colina, y por su forma esférica, caía por el otro lado arrastrando la luna. Y por la luna, que tantas veces me observó como yo a ella, preguntándome qué harías bajo la misma luz que ella reflejaba. También lo hice por las hojas caídas, por el polvo que el aire arrastra y por el resplandor en el agua de la fuente.

En el momento cumbre, en un segundo de emoción violenta, me acerqué a ti tan rápido que incluso en mi estado, hice levantar un poco de viento que meció un mechón de tus cabellos. Me incliné para sellar tus labios con un beso fantasmal de mi boca etérea. Pero pudieron más las cuerdas que el deseo, y solo rocé con mi boca la punta de la pica de la carta de tu colgante. Y antes de desvanecerme, susurré a tu oído un “te quiero” que ignoraste como las hojas que… y todo lo demás.