martes, 22 de junio de 2010

Los niños que dejan de serlo (segunda parte)


Con un grito ahogado de sorpresa, detuvo la danza y la bruma volvió a su lugar. Sus desconcertados iris verdes escrutaron los alrededores, pues no se podía ver nada con aquella siniestra masa gaseosa.

-No se puede hacer ruido aquí.

-¿Quién eres?- Avanzó unos pasos en la dirección de donde provenían los susurros. Una chiquilla, aproximadamente de su misma edad y altura se recolocaba las telas y gasas que la cubrían. El único reflejo de aquellos ojos negros era un miedo profundo e intenso. Su cuerpo, que se podía intuir entre los pliegues que formaba su atuendo, se retorcía, formaba un ovillo simulando una coraza, un caparazón en el que ocultarse.

-¡Aléjate! Aquí no puedes ir así vestida.

-¿Y por qué no? No me gusta taparme la cara.

-Debes hacerlo. Si no, pasará.

Antes de poder realizar ninguna pregunta, comenzó a notar como sus brazos comenzaban a dolerle. Primero una molestia, luego un dolor insoportable. De la misma manera, una presión le laceró el pecho, y la respiración se hizo dificultosa. La extraña desconocida le ofreció uno de los pañuelos, brindándole una oportunidad de sobrevivir allí. Nuestra niña, con un mar de dolor inundando el bosque de sus ojos, alargó dubitativamente la mano, dispuesta a frenar esa insufrible sensación. Pero un momento antes de rozar la tela con la yema de los dedos, echó a correr. Bajó a toda prisa, sin mirar al frente, concentrándose en cada una de las zancadas, para que la enviaran cada vez más lejos.

La premura de su carrera le hizo llegar a un extraño paisaje. El duro suelo mudó en arena, y comenzó, esta vez, a llover. Era una lluvia triste, el aguacero que precede a las desgracias. La viajera buscó un lugar en el que cubrirse, pero en aquél desierto no había siquiera piedras para protegerse del temporal. Sentía las gotas como frías agujas clavándose a la vez en la piel.

Avistó entonces a lo lejos algo tendido en el suelo. “Tal vez sirva para cubrirme” pensó. Correteó un poco hasta llegar, y una mezcla de sentimientos se apoderó de ella. Por una parte, desilusión por no haber encontrado lo que buscaba. Por otra, el hastío de una imagen desagradable. Y por último, la compasión floreciente, impropia de su edad. Derrumbado en la arena, la moribunda figura de un niño, que sonreía mirando las nubes. Cada espiración, suspiros por donde una parte del alma se escapaba por su boca, era acompañada por un gimoteo de dolor. Su esquelética complexión, sus hoyuelos hundidos, las profundas arrugas de la piel, hacían que se pareciese más a un cadáver que a un crío de apenas ocho años.

-Agua…-Su voz sonaba como si su garganta estuviese llena de polvo. Hablaba, pero no parecía haberse dado cuenta de la presencia de la recién llegada. -Sé que con esta no sobreviviré. Pero hacía tanto tiempo que la buscaba…

Una última sonrisa y una mueca de dolor fueron los últimos movimientos que realizó. Una silenciosa lágrima se deslizó por su rostro, uniéndose al agua que lo empapaba. Luego se quedó quieto, muy quieto. Quieto para siempre.

Nuestra niña, tras permanecer de rodillas observando el cuerpo inmóvil del chiquillo, se levantó. En algún momento, con un sentimiento que ninguno de los adjetivos se aproxima siquiera, llegó al bosque.

Y jamás, jamás, volvió a recordar que en algún momento deseó con febril insistencia tener un camisón nuevo, del color del cielo.

lunes, 21 de junio de 2010

Los niños que dejan de serlo (primera parte)


Hacía rato que caminaba, pero sus piececitos no querían pararse. De hecho, parecía estar dispuesta a echarse a bailar en cualquier momento. Es la energía inagotable que Morfeo nos cede en los sueños. Nos persigan o volemos, siempre hay una reserva de adrenalina dispuesta a ser utilizada. Pero nuestra protagonista no parecía nerviosa. Era como si flotara entre los árboles, simulando la brisa que hace sonar las hojas. La que juega y se esconde en las plantas. La que serpentea por el bosque y acaricia los troncos.

Siempre se encontraba bien en aquel lugar. Perseguía liebres y jugueteaba escondiéndose en lugares donde, pensaba, se ocultaban los maravillosos seres de los cuentos. Cuando quería tomar manzanas, las arrancaba suavemente de las ramas. Tenía todo cuanto una niñita necesitaba. Sin embargo, a veces deseaba algo más. Siempre llevaba el mismo camisón blanco. ¡Ella quería uno nuevo! Uno de color azul. Pensaba que si algún día acompañaba a los pájaros, tal vez la confundirían con el cielo. Sueños de niña.

En su capricho, un día de especial furor, llegó al final de la arboleda. La tupida red que formaban las hojas dio paso a un hostil paisaje. Un enorme peñasco se erguía puntiagudo, amenazante, señalando el horizonte, soportando las fieras olas de un mar que lo azotaba. Y allí de pie, observando el oleaje, un niño.

Se acercó con paso más reposado. La piedra, llena de guijarros, devolvía a cada paso un seco sonido. Cuando se acercó vio que al lado del niño había una caja llena de polvorientos juguetes.

-Hola- saludó la pequeña.- ¿Qué haces?

El desconocido alargó la mano, tomó un payaso de peluche cuya limpia sonrisa contrastaba con su triste desgaste, y, con la frialdad que sucede al llanto, lo dejó caer al embravecido mar.

-Ya no los necesito. Mañana me iré lejos a pelear.

-¿A pelear? ¿Contra quién?

A esto último no respondió tan rápido. Miró las nubes, que teñían el aire de un tono plateado. Tras tomar un poco de aire, sus labios se abrieron ligeramente y contestó:

-No lo sé.

Tras un momento de silencio, con el rugido de las olas y el viento de fondo, una gota impactó en su desconcertada cabecita. Se olvidó de aquel extraño personaje y pensó en ponerse a cubierto antes de que empezase a llover. Pero, si del cielo no caía aún agua ¿de dónde provenía esa partícula de desesperanza?

La pequeña caminante llegó esta vez a un lugar muy árido, a una montaña de piedras grises. Las nubes de lluvia, más oscuras esta vez, amenazaban la cima. Con el onírico don que había recibido, subió rápidamente flotando sobre los escarpados salientes. Un inmenso cráter, recipiente de niebla más opaca que la negra oscuridad nocturna, coronaba el punto más alto. La imparable curiosidad y la osadía de la inexperiencia impulsaron sus piernas, alentándolas a que se sumergieran en la tétrica nube. Cada movimiento provocaba una turbulencia en ese asfixiante aire, que giraba sobre sí mismo y lentamente se detenía de nuevo. A nuestro infante le pareció divertido, y comenzó a saltar, creando corrientes más fuertes, rápidas, y la niebla comenzó a disiparse por donde pasaba. De igual manera, cada paso producía un sonido aumentado debido a la forma del lugar. Una vocecilla surgida de la nada exhaló: “¡Basta!”