jueves, 21 de enero de 2010

¡Bebamos!


(Siglo XIX. Sentados. Ella mira al infinito, algún lugar en el cielo. Él la observa en silencio, con expresión tranquila)
-Él: ¿Qué teneis, señora?
-Ella: (le mira lentamente y sonríe) No merece ciertamente la pena que os alarméis.
-Él: Verdad es que casi soy un desconocido para vos, mas… (La toma de la barbilla)
-Ella: ¡Qué niño sois!
-Él: (baja la cabeza) Deberíais cuidaros. Oísteis lo que dijeron los médicos.
-Ella: El juicio de esos doctorzuelos muda a la vez que su estipendio ¿Un año más de vida? Aplíquese una unción milagrosa por unos septenarios quinientos francos. Cura de tisis al más avanzado de los enfermos (con sarcasmo).
-Él: No deberíais frivolizar con un tema de tal calibre. Vuestra vida pende del conocimiento de quienes os referís como embaucadores (ella ríe). Dejad, por lo menos, que sea vuestro amigo, vuestro pariente, y yo cuidaré de vos.
-Ella: (le mira como a un crío) ¡La competencia vuelve sus rostros en falazes expresiones de mansedumbre! Sois aún un muchacho imprudente y confiado. Vuestra puerilidad es enternecedora, mas ya no sois un zagal. Y libre del ojo paterno, tal vez deberíais inclinaros por otros placeres. Hallámonos en Paris, junto a Viena, capitales del placer vicioso (coge la copa y se dispone a beber).
-Él: (toca con sus dedos la copa antes de que alcanze los labios de ella, retirándola muy suavemente) No soy capaz de seguir viendo esa falsa alegría que me ofrecéis (Se levanta)
-Ella: (Aún en el suelo, se gira para mirarlo) ¿Así pues, partís?
-Él: No podría, no sin llevaros conmigo.
-Ella: ¡Qué bueno sois! Si me lleváseis, me alejaríais de esta vida por completo. Tal vez recuperaría el preciado y juvenil color carmesí y la vivaz ansia de la niñez. Pero la muerte es implacable (se levanta) y no tardaría, reposada o con una copa en mano, como ahora, en llevarme. Entonces, ¿Qué importa, una joven más, una joven menos?
-Él: (se arrodilla ante ella, besándole la palma de la mano y los dedos, repetidamente) Concededme, al menos, el gozo de velar por vos, por vuestra salud y el futuro.
-Ella: (Con frialdad) No puedo más que permitiros ser mi amante, y aseguraros un lugar en mi palco de la ópera, o alguna madrugada en mi casa. Alguna casualidad os permitiría mayores privilegios, mas debeis tener una renta mayor a los seis mil francos, o enamorarme realmente. Para las hijas de la noche, un hombre puede ser una mañana un capricho alcanzable, y a la siguiente un recuerdo molesto, o una cifra que ayuda a cubrir las deudas. (Se sienta junto a él) Y a pesar de que os imponga mis condiciones, vos apresuradamente juraréis regir, brindarme vuestra alma sobre ellas, a pesar de que tempranamente, siendo lo más seguro, cegado por los celos o cansado de la nueva aventura, me abandonaréis o recriminaréis los deberes de una novicia. Y vos, muy alejado de la realidad, creeréis tener toda razón. En ese caso, no tendré más remedio que pediros que salgáis de mi casa, y si algún día os arrepentís y volvéis, en la puerta no habrá nadie más que mi criada diciendo que la señora duerme, mientras se escuchan jocosas y estridentes risotadas manchadas en vino desde el interior. Como he debido hacer para posibilitar vuestra visita.
-Él: (En silencio, se incorpora) ¿Serían suficientes los sacrificios para pediros, al menos, que me améis un poco?
-Ella: (le coge de la mano) Anda, ven, siéntate conmigo. Hemos hablado ya de temas poco inocentes, no te importa que te trate de forma algo menos formal, ¿verdad? A pesar de que, de una persona como yo, sea una pregunta algo extraña. (Suelta una risita baja, algo triste)
-Él: A mis ojos, resulta alentador que me veáis como un amigo.
-Ella: ¿A los labios de una concubina?
-Él: A los labios de la más bella de las concubinas, más bella que una virgen, con más gracia que cualquiera de las hijas de Dios.
-Ella: Contaré el tiempo hasta que cambieis de opinión (sonrie)
-Él: Sólo es eso posible cuando no se conoce el amor.
-Ella: No lo digáis a quien lo ignora.
-Él: Ese será entonces mi propósito.
(Se miran seriamente un momento. Después, ríen juntos)

martes, 5 de enero de 2010

La playa en la ventana


Miré por la ventana entre consternada y melancólica. Las fieras olas rompían continuamente contra las redondeadas piedras de azabache, al borde de la costa, en la desértica playa. El maravilloso mosaico natural que se formaba allí era equiparable a la salamandra de Gaudí, creando formas y dunas de fulgor plateado. La luz, albina, se filtraba por las plomizas nubes, llevadas por el viento arreciante, resbalando por la superficie del firmamento a gran velocidad.
No entendía la causa de mi inquietud. En mi interior, un millón de mariposas mas una, ansiaban volar lejos de allí, arremetían contra mi vientre constantemente, intentando perforarlo y correr liberadas.
Clavé entonces la vista en el horizonte. Se abría a mí, escupiendo los espumosos hilos grisáceos desde donde alcanzaba la vista, como tejidos por Frigg, amenazando una temprana lluvia. Los trazos imperfectos y desordenados creaban una red de telarañas en la mística bóveda, maravillando incluso al mar, que palidecía en su reflejo. El baile del oleaje, motivado, avivaba su gozo, con más fiereza, más fuerza, más pasión.
Las alargadas hojas de la copa de un melocotonero alcanzaban mi ventana, y la llamaban golpeando, deseando refugiarse, alertándome de la inminente tempesta.
La danza de aquella dama llamada Mar me abstrayó. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?¿Cuántos años, meses? La recordaba. Pero como a un desconocido de la calle. Mi memoria sólo la revive al pasar junto a ella, más tarde es una incómoda verdad, una molestia. Un sonido coníinuo al que gritamos para que pare, pero inevitablemente nunca morirá.
A veces se nos olvida que las cosas más importantes las solemos tener al lado.
Entonces abrí la ventana, a consecuencia de esto, todos los papeles de mi mesa volaron por el aire. Y por fin llegó a mí ese inconfundible olor a sal.