Miré por la ventana entre consternada y melancólica. Las fieras olas rompían continuamente contra las redondeadas piedras de azabache, al borde de la costa, en la desértica playa. El maravilloso mosaico natural que se formaba allí era equiparable a la salamandra de Gaudí, creando formas y dunas de fulgor plateado. La luz, albina, se filtraba por las plomizas nubes, llevadas por el viento arreciante, resbalando por la superficie del firmamento a gran velocidad.
No entendía la causa de mi inquietud. En mi interior, un millón de mariposas mas una, ansiaban volar lejos de allí, arremetían contra mi vientre constantemente, intentando perforarlo y correr liberadas.
Clavé entonces la vista en el horizonte. Se abría a mí, escupiendo los espumosos hilos grisáceos desde donde alcanzaba la vista, como tejidos por Frigg, amenazando una temprana lluvia. Los trazos imperfectos y desordenados creaban una red de telarañas en la mística bóveda, maravillando incluso al mar, que palidecía en su reflejo. El baile del oleaje, motivado, avivaba su gozo, con más fiereza, más fuerza, más pasión.
Las alargadas hojas de la copa de un melocotonero alcanzaban mi ventana, y la llamaban golpeando, deseando refugiarse, alertándome de la inminente tempesta.
La danza de aquella dama llamada Mar me abstrayó. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?¿Cuántos años, meses? La recordaba. Pero como a un desconocido de la calle. Mi memoria sólo la revive al pasar junto a ella, más tarde es una incómoda verdad, una molestia. Un sonido coníinuo al que gritamos para que pare, pero inevitablemente nunca morirá.
A veces se nos olvida que las cosas más importantes las solemos tener al lado.
Entonces abrí la ventana, a consecuencia de esto, todos los papeles de mi mesa volaron por el aire. Y por fin llegó a mí ese inconfundible olor a sal.
No entendía la causa de mi inquietud. En mi interior, un millón de mariposas mas una, ansiaban volar lejos de allí, arremetían contra mi vientre constantemente, intentando perforarlo y correr liberadas.
Clavé entonces la vista en el horizonte. Se abría a mí, escupiendo los espumosos hilos grisáceos desde donde alcanzaba la vista, como tejidos por Frigg, amenazando una temprana lluvia. Los trazos imperfectos y desordenados creaban una red de telarañas en la mística bóveda, maravillando incluso al mar, que palidecía en su reflejo. El baile del oleaje, motivado, avivaba su gozo, con más fiereza, más fuerza, más pasión.
Las alargadas hojas de la copa de un melocotonero alcanzaban mi ventana, y la llamaban golpeando, deseando refugiarse, alertándome de la inminente tempesta.
La danza de aquella dama llamada Mar me abstrayó. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?¿Cuántos años, meses? La recordaba. Pero como a un desconocido de la calle. Mi memoria sólo la revive al pasar junto a ella, más tarde es una incómoda verdad, una molestia. Un sonido coníinuo al que gritamos para que pare, pero inevitablemente nunca morirá.
A veces se nos olvida que las cosas más importantes las solemos tener al lado.
Entonces abrí la ventana, a consecuencia de esto, todos los papeles de mi mesa volaron por el aire. Y por fin llegó a mí ese inconfundible olor a sal.
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