martes, 18 de mayo de 2010

Lo que me dicen tus tacones


Lo que me dicen tus tacones. Hoy me incitan a que te someta a mi cuerpo. Ayer tu pisada cansada me pedía que te abrazase, que había sido un día muy duro. El sábado, cuando llegamos a casa, me decían "lo he pasado de miedo, pero cógeme porque no puedo más". Pero hoy son distintos, hoy están especialmente agitados, nunca había visto así a tus zapatos. Gimen silenciosamente y se enredan alrededor de mí, creando un lazo imposible de romper.
Hace unos días, la ligera suela de tus bailarinas quería marcharse a pasear. Esos días estás especialmente curiosa, ya que me recuerdas a una niña, tal vez porque te da igual aparentar ser más alta. Así pareces más tú. Pero cuando llevas sandalias tus pies quieren ir a la playa. Y yo, voy con ellos. A veces los desnudas, pero los metes entre las olas enseguida o en la arena, tienes miedo de pincharte con una piedrecita.
Unas botas de diseño me gritaron una vez, y otro día me amenazaron. Esas me dan miedo, y cuando las veo, prefiero salir de la habitación y volver cuando lleves algo más cómodo. Unas zapatillas desgastadas de deporte me indicaron tu caracter alocado y juvenil, y una vitalidad oculta en ti.

Tus medias tienen la habilidad de volverme loco buscando qué hay debajo. Las negras me piden intimidad, las más claras en susurros me gritan que te desee. Pero tus pies desnudos son distintos.

Son tímidos, blancos y suaves. Me tientan para que les bese y yo no sé negarme. Se acercan para que les arrope y yo los doy todo mi calor. ¡Ay! Cuántas cosas daría por tus pies desnudos.




Porque son como tú.

domingo, 9 de mayo de 2010

Buscando el País de las Maravillas


Érase una vez, en una ciudad sin nombre de un país cualquiera, una chica de 17 años que se llamaba Alicia. No pertenecía a la alta sociedad, ni mucho menos. Tampoco tenía una malvada madrastra (sólo tenía sus momentos, de vez en cuando, como todas las madres), ni siquiera hermanos diminutos o perversos. La verdad es, que dentro de lo que cabía, su familia era bastante corriente. A pesar de que no tenía padre. Su madre siempre le decía que tenía problemas de salud, y por eso estaba ingresado permanentemente en una clínica. Alicia nunca se lo creyó del todo, pero sabía que no tenía que insistir más con el tema. Vivían en un pisito, en la periferia, porque ya sabemos cómo se ponen los del Greenpeace con eso de los chalets y las cabañas de madera. La verdad es que nuestra protagonista no era ninguna princesa, y tampoco quería serlo. A ella lo que de verdad le gustaba era soñar, imaginar lugares lejanos e increíbles. No quería saber nada de exámenes de matemáticas, o de filosofía. Y mucho menos de zapatos de cristal, títulos nobiliarios o grandes bailes. Lo que ella quería era escuchar música a todas horas. A Alicia le gustaba mucho el heavy metal. Solía llevar vaqueros (que, al fin y al cabo, son mucho más cómodos que un vestido de noche) y camisetas con muchos estampados. Ella gustaba de los colores alegres. Era muy optimista, aunque no especialmente feliz.

Como hemos dicho, a Alicia le gustaba mucho la música. Tanto, que no se despegaba en ningún momento de su teléfono móvil, que conectado con dos auriculares blancos a sus orejas, le acompañaba a todo lugar al ritmo de la canción que sonara. Porque ella bailaba y cantaba. Le daba igual que estuviese la calle llena, que ella lo hacía. Daba saltos, como en un concierto. Porque los bailes de salón o el ballet no encajaban mucho con su personalidad. Y en uno de sus paseos, de repente se chocó con un hombre vestido completamente de blanco que no se paró ni a preguntarle si estaba bien. Siguió corriendo como si nada, cojeando levemente y gritando “¡llego tarde, llego tarde!” ante la sorprendida, que le siguió con pasos cautelosos hasta torcer una esquina donde le perdió la vista. Acababa de llegar a un grasiento y maloliente callejón, donde lo único que se veían eran gatos ocultándose y un tambaleante letrero de madera que rezaba con desgastadas palabras “The Hole”. Otra persona se habría marchado apresuradamente de allí, pero Alicia no tenía miedo y entró despreocupada a aquél lugar, donde se sintió mareada casi al instante, por el turbulento ambiente que allí reinaba. Una mancha blanca desapareció rápidamente por una puerta, en el fondo del local. Nuestra protagonista se dirigió hacia ella, pasando entre las mesas de aquél bar, de grotesca decoración, e intentó abrir pero el manillar no cedía. El camarero, entonces, de cara alargada y cansada se le acercó.

-Sólo el jefe pasa por aquí. Siempre cierra con llave. La única que hay está allí arriba- dijo señalando un elevadísimo estante, casi en el techo de la estancia- Pero nunca he conseguido cojerla. Tal vez tú…-

-No importa-Le interrumpió Alicia. Y dicho esto, con una flexión de su pierna derecha, consiguió al patear la puerta abrirla. Antes de caminar al exterior, volvió la mirada hacia el asombrado camarero -¿Y qué busca?-

-Nadie lo sabe. Él está olvidando todos sus recuerdos. Dentro de poco apenas podrá moverse, ni se acordará de quién es. No se puede luchar contra una enfermedad así.

-Comprendo. Nos vemos- Y Alicia salió por el otro lado del agujero.


Alicia caminó mucho más. Descubrió que el Sombrerero padecía (o disfrutaba) su trastorno obsesivo-compulsivo. Comprobó que la liebre de marzo mancaba de un brazo y varios dedos. Supo que la reina de corazones estaba enamorada de la duquesa, y esta última le robaba las tartas, porque adoraba ver su cara enfadada.

Y aprendió que el país de las maravillas está en cualquier sitio. Que no hay que buscar agujeros sin fondo en el suelo para llegar hasta él. Y que los personajes fantásticos están por todos lados -solo que no los sabemos ver-