miércoles, 1 de diciembre de 2010

Gafas oscuras


-He pensado algo.

-Tú siempre estás pensando en algo.

-¡Pero esta vez es distinto! No te rías de mí, ¿quieres?

-Y bien, ¿qué quieres decirme?

-Creo que me gustaría tener unas gafas oscuras. Sí, eso, ¡unas gafas oscuras! Sería fantástico.

-¿Quieres unas gafas de sol?

- No, no es lo mismo unas gafas oscuras que unas gafas de sol. ¿Sabes qué son las cámaras oscuras?

-Sí, lo sé.

-Pues, con eso, elegiría la parte optimista, la que me interesa, y me libraría de los malos pensamientos.

-No me gusta el nombre. ¿Qué tal algo más actualizado? Me convence más “gafas fotográficas”

-No seas ganso. A mí me gusta tal cual así.

-Entonces a mí no me verías para nada, directamente.

-Solo cuando callas, cielo.

- Eso me ha dolido. Además, si tú eres quien dice disfrutar de la realidad tal cual como es, ¿para qué quieres esas gafas? No eres muy consecuente, que digamos.

-Bueno, puede que tengas razón. De hecho, me parece que te quedarían mejor a ti. Al fin y al cabo, el pesimista eres tú.

-Yo no soy pesimista, solo acepto las cosas como son.

-¿Es eso lo que nos diferencia?

-Y lo que nos hace iguales. Tú no puedes vivir sin mí.

-Lo mismo digo.

-Bueno ¿adiós a la idea de las gafas?

-Solo por ahora ¿Las quieres de pasta o sin montura?

sábado, 6 de noviembre de 2010

Llamada


-Dime que esperabas que te llamase. O que al menos lo deseabas. Confiésame que a veces me has mirado fijamente y te has entretenido observando cómo uno de mis mechones se mecía a cada movimiento, y que después has buscado un significado oculto en mi expresión abstraída. Que, queriendo parecer distraído, me has seguido con la vista cuando me he fijado en ti, y creyéndote en otro mundo, he clavado mi pupila en tus ojos, y me he reido al sentirme estúpida

Di que sabes que no dejo de vigilarte y preocuparme cuando estás cerca. Y que haces tú lo mismo. Que recuerdas que en total hemos hablado siete veces, en términos breves y motivos banales.

Por último, cuéntame si mientras haces una llamada se pueden sentir y desear tantas cosas para no sentirme idiota. El tiempo que tardas en darte la vuelta, coger el teléfono, llevarlo a tu oreja y decir...

-¿Sí?

-Hola, llamaba para...

-¿Eva?

-Perdón, me he equivocado

-El teléfono comunica. Es la octava vez que hablamos. Me siento idiota.

lunes, 25 de octubre de 2010

A qué huelen las nubes

-¿Qué piensas?- preguntó ella- a veces no consigo adivinarlo.

El interrogante me sacó de mi estado de somnolencia e intenté colocar los pensamientos en su sitio, de forma que pudiese contestar algo coherente.

-Creo que… si las nubes son vapor no debe haber mucha diferencia entre respirar en el cielo o hacerlo en una ducha de agua caliente. Creo.

-Podríamos comprobarlo- una arrebatardora sonrisa inhabilitó mis fuerzas.

-¿Me vas a llevar al cielo?

-¿Fly me to the moon? ¿Como Sinatra?

-No, digo a probar las nubes. Como si fuesen algodón de azúcar.

-Si dices que son vapor- el tono de su voz me abrazaba, con la melosidad propia de las ninfas- supongo que la ducha de la que hablabas antes es una buena alternativa.

-Lo estaba diciendo en serio- le reproché.

-¿Y yo no?- me contestó.

La bóveda celeste perdía entonces su nombre. Era una capa acolchada gris y perla. La verdad, si volase hasta allí podría darme calambre. Quedarme entre los brazos que me rodeaban parecía mucho más apetecible. La hierba, moqueta del terreno, resultaba especialmente agradable, y aquel espacio en medio de una amalgama de edificios, un alargado trazo de pintura esmeralda que desgarra, con el aroma del verano, con el canto de los pájaros, con el aire virgen, un cuadro gris.

lunes, 11 de octubre de 2010

Tú y yo

-Como una estatua me yergo. He aquí mi efigie pálida, helada, sentada sobre aquesta roca. En la soledad de esta pradera, jardín y envidia de aquellos para quienes sólo soy un número y una dirección, jamás he encontrado una sola flor digna de mi interés. Soy el intento fallido de expresiva felicidad que resalta en la cima de la pradera cubierta de albas rosas. Y sin embargo, pese a mi hastío, aquí permanezco como cada día. Valiente estúpida.
Maldigo ahora reposada ¡o con el puño levantado al aire! A todo ser viviente que he visto en el transcurso de mi vida.Una habitación, un libro de tapas desgastadas, eco de risas por el pasillo, miradas mal disimuladas, pisadas, orejas en la puerta. ¡Sucia hija de un conde! ¡Sucia hija de una condesa! Y sigo buscando el horizonte ¡No aquel fondo azulado, donde no puedo alcanzar ver más! Sigo buscando, imaginando mil espacios sin fin, el silencio que no es roto por una carcajada cruel, un cuchicheo violento, imparable, el rasgar del papel por una pluma poco juiciosa.
Mis dos orbes negros se han secado ya. Reflejan una mirada perdida, de la que nadie sabe qué intenta alcanzar. Pero bajo su capa de piel, un ardor congelado me recorre. Fuegos fatuos comenzaron a quemar mi alma, lacerando mi pecho desde dentro. Un ligero pestañeo es la única muestra de mi casi desaparecida humanidad.
Pero a veces, y por contentaros, suelto una risotada desde mi pedestal de piedra, y aun así me miráis pareciendo ver en mí a una bestia enloquecida ¿No conveníais que la diversión era óptima para mí? Vuestras incautas almas me entretienen profundamente. Encontrar a alguien con menor valor que yo misma es admirable y divertido a la vez. Sois ratitas desprevenidas, cuya profesión es la de destripar las vidas ajenas. Incluida la de una servidora. Ver las caras de desconfianza, el mal juicio, y tras haber comprobado varias veces la moneda, vuestras dos caras, he comprendido que esta vida terminó para mí.
¡Qué triste raza! ¡Qué plaga de miradas frías y sonrisas maliciosas! Qué pavor siente mi alma al ver acercarse a cualquiera de ellas. Mi resentido corazón tirita, queriendo alejarse acobardado de allí. Dibujo con mis ojos el camino que me llevara a la eternidad.
-¿Realmente desea venir?
-¿Quién és?
-Me llamastes y aquí estoy. Soy quien guiará tu alma por tan anhelado camino.
-Tardó demasiado ¿Dónde estuvo mientras yo le esperaba?¿Cómo piensa compensarme tantos años de espera?
-¿Qué es esto? ¿Nadie va a sorprenderse o asustarse? ¿Por qué no sangras? ¿Por qué no te retuerces? Si viva eres ¿por qué quieres acompañarme?
-Usted no entiende, la vida es batalla, es dolor y tristeza, sufrimiento que no acaba ¿Por qué me iba a negar a dar mi último paseo con usted?
-Qué rostro tan helado, qué facciones tan frías. No puedo evitar templar mis designios hasta conocer los motivos de esta pensante criatura. Habla ahora antes que el filo del destino corte tus palabras.
-Ya no tengo destino, mi camino esta escrito, soy una flor marchita que espera su recogida, ¡Usted es mi destino!
-La muerte es cruel y sin esperanza, tienes en tus manos un camino para tomar, yo no soy tu destino, el destino lo escribes tú ¿De verdad quieres cambiar tu tan valiosa vida por una muerte que es la nada?
-¡Oh! Mi muerte, tengo en mis manos pesares que no cesan, tantas tristezas y agonias,
¿Acaso esto no es menos que nada?
-¿No te parece egoista? ¿acaso mi vida tiene más valor que la tuya? Indago infinitamente por la vasta Tierra, recogiendo las almas de quienes me ven como un malvado. Y tú, quien puede refugiarse en la llama de un hogar, quien vive sin mayores problemas, tú que conocerás el descanso entero, ¿te crees desgraciada?
-Quizás lo sea, pero no puedo evitar pensar más que en mí misma. No entiendo tu infinita vida, tampoco me creo desgraciada, sólo quiero conseguir algo de felicidad y hacer algo por mí misma.
-Si tu felicidad no es más que la muerte no tengo nada más que decir. Este será el verso final de la tragedia. (Ella muere)

He recorrido a mi pesar todo el mundo desde tiempos inmemoriales. He llevado en mi mano las últimas palabras, casi suspiros, de la gente antes de que su vida finalice. Desconozco mi interior. Ni siquiera sé si soy capaz de sentir o soy una simple marioneta hueca. Hace tiempo decidí dejar de pensar en mi destino. Porque es una simple línea de sangre deslizándose cuesta abajo, sin límite conocido, hacia el abismo de la incertidumbre, el terminar de una corriente que gira sobre sí misma.
Mi actitud, tal vez ahora, esté condicionada por lo que he visto, y puedo recordar. Amor, pasión, llanto y sudor frío. Las cosas que veo antes de que la víctima caiga en mis manos. La paz que hace que cierres los ojos, o el impacto de las pupilas dilatadas.
No recuerdo mi origen, pero tampoco mi final. Sigo siendo solamente un títere del destino.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Tus ojos marrones

Decían los cielos que un azul como el suyo era inimitable. Que las nubes en una pincelada de blanco descarado creaban en refinada sintonía la elegancia celeste. Y el del mar, que en amplitud caprichosa entona sentimientos contradictorios fusionando lo opuesto en profunda tensión, en equilibrio que amenaza con romper. La belleza del color frío.

Hablaban las leyendas de bosques verdes, interminables. De tonos grisáceos, como el abeto y la oliva, otros brillantes como la esmeralda. Los más celosos querían parecerse a los anteriores y se volvían azulados. Representando la vida y la tranquilidad, nos sume en la variedad de la naturaleza más calmada. Nos trae a la mente el sonido de las hojas y la fauna de la selva.

En un intento de llamar la atención, el ámbar reluce con esfuerzo, logrando con creces su cometido. Con discreción innata hechiza y maravilla a todos aquellos que lo ven, como en una onírica fantasía. Te impide mirar a otro lado, porque está en todas partes. El atractivo misticismo que lo rodea nos lleva a admirar generosamente sus hermosas cualidades.

Los negros son, sin embargo, los más misteriosos. Cuentan historias en una mirada, llenan de incertidumbre y curiosidad a quien los observa. Gritan ayuda, o indican determinación cuando es necesario. Se imponen si es necesario, y demuestran también que como la noche, su brillo es capaz de arroparnos y velar si lo desean. Te engullen, como la oscuridad más profunda.

Al demonio con todos los colores. A mí me gustan tus ojos marrones. El color del chocolate, de la rama seca y del antiguo pergamino. Ojalá puediera verlos, y verte a ti también. A mí me gustan tus ojos marrones, porque son libres. Porque lloran, y porque puedo mirarlos de cerca para secar tus lágrimas. A mí me gustan tus ojos marrones, porque tuyos son.

viernes, 27 de agosto de 2010

Idea incorruptible


Cuando la pesadilla acabó, en su tan liviana barrera entre la fantasía y la realidad, se creó una extraña semejanza. El mundo material y el abstracto, reconciliados. Me di cuenta al instante de que con el fin del uno había estallado en un silencioso disparo el comienzo del segundo, y ambos eran aterradoramente similares. La onírica tortura se había tornado del humo intangible en corpóreo, y aun me laceraba. Mi mundo, mi tan preciado mundo. Aquél donde las nubes son de apetitoso algodón rosado, en el que los peces parecen observarte, en el que los cuadros te sonríen en secreto. Allí las caracolas esconden mares, y uno puede escucharlos si acerca la oreja. En el que los duendes habitantes de húmedas y oscuras cuevas repiten lo que dices si te adentras en su morada.

Mi incorruptible cosmos había sido mancillado, tachado y parasitado por la tintura gris de la realidad. El asedio implacable de la mundanal miseria había asaltado aprovechando el asombro que su duro golpe me había provocado, el delicado entramado que componían mis sueños. Como estrellas prendidas del techo, todas ellas cayeron al ser cortados los hilos que las sujetaban por las afiladas infamias de terrenal origen. Las mismas que con grietas de un suave tono rojo invadieron los ojos castaños incapaces de ver por las incipientes lágrimas, a punto de caer.

Encontré la cama vacía. Y me acordé de quién debía estar allí. Aun ahogando un sollozo, no pude evitar que una gota abriese un húmedo surco en mi mejilla. Acaricié por largo rato la sábana que solía arroparte, la almohada que hacía de tus noches un apacible descanso. Y, por último, acerqué el rostro al caprichoso colchón, que en un intento de retener tu esencia, se había quedado con restos de tu aroma. Mientras captaba estos materiales recuerdos, me invadió la terrible sensación. La que hace que nos demos cuenta de que eras real, y no te tenía entre mis manos.

Me encontré vacío. Y recordé quién debería completar mis huecos. Aun conteniendo un gemido de asombro, no pude evitar el abrir mis ojos a causa del asombro. Acaricié por largo rato mis brazos, que solía arropar, los labios que acariciaba buscando un plácido reposo. Y, por último, acerqué la cara a mis manos, que en una desesperada última búsqueda de esperanzas intentaron retenerte y habían atrapado parte de tu olor. Mientras me reponía de la impresión me di cuenta de que eras real, y de que te habías ido.

Pero, aunque no lo sepas, no importa. No sabes que estamos todavía unidos.

Nos une el mismo sol y la misma noche.

La misma luna y el mismo día.

El calor, el frío, el viento y las tormentas.

El agua y la tierra, amor, nos amparan, aun separados, bajo el abrazo de la misma vida. Y al hacer tan vívidas las evidencias que señalan tu existencia, puedo expresarte sin duda ninguna que es palpable, innegable y mi única idea aun limpia el que te amo. Para siempre.

miércoles, 21 de julio de 2010

Tarde


-He llegado tan tarde…

-Moriré, pero sabiendo que te he podido hacer mío el tiempo que he permanecido viva.

-Siento cómo te evaporas en mis manos. No te marches, por favor.

-Sigo aquí, contigo, vida mía.

-¿Vida tuya?

-Creo que habría muerto antes. Te necesitaba para vivir un par de horas más.

-Solo he podido darte un par de horas. Un par de horas agonizantes.

-No te tortures, amor. Convierte los espasmos en risas disimuladas, y torna la tristeza de las lágrimas en loca alegría. Los sollozos no son más que risas descontroladas. Haz que el remedio a la tragedia sea una pincelada de color, y no te culpes, porque siempre serás mi héroe.

-No te vayas.

-No me he movido.

-Si tú mueres, lo haré yo también.

-Ah, no, no lo harás. Seguirás viviendo.

-Viviré por ti.

-Estás equivocado. Viviré en tu recuerdo, pero debes vivir, y continuar con tu vida. La felicidad… la felicidad…

-¡¿Qué ocurre?!

-Me siento tan débil…

-No me abandones…

-Deja de ser tan egoista. Me estoy muriendo, ¿quieres dejar de pensar en ti?

-No frivolices con esto…

-Si es la verdad.

-Te amo.

-Y yo a ti… para siempre.

lunes, 12 de julio de 2010

Tuyo


No es un acontecimiento que se anuncie. No llega con la parafarnalia típica de las entidades importantes, ni está precedida de música y gritos. Es algo modesto, una nebulosa que se desliza silenciosa, que rozando el sueño o volando por los cielos impacta nuestro cuerpo. Se extiende desde su golpe en el pecho, y como una descarga sientes cómo se expande hasta la punta de los dedos. Parece que la dureza del golpe jamás se extinguirá, porque continúa latente en el corazón, que era su diana. Las desgracias pierden sentido, y los músculos se ven forzados a abandonar si habitual conducta. Los labios sonríen, las miradas se vuelven tiernas (a veces melancólicas) y las caricias dulces. A veces, incluso, se llega a cantar, se han dado casos en los que el susodicho no deja de hacerlo hasta que la electricidad se desvanece.
La imaginación vuela, al igual que nuestro cuerpo. Sentimos cómo flotamos, porque es como si fuésemos mullidos y todo problema diese un pequeño bote y retrocediese. De repente, una idea se va construyendo en la mente. Se adhieren, a veces, elementos fantásticos, que concluyen a veces en un final maravilloso, que incrementa el potencial emisor de esta extraña sensación. Nos sentimos tan bien que, estremeciéndonos, nos cojemos a algo y sonreimos de una forma maravillosa. Es la sonrisa que hace bella a la persona más horrenda, la viva expresión de la felicidad.
Ayer imaginé, tocar de tu pelo un mechón. Enredarlo entre mis dedos y besarlo lentamente. Mirarte a los ojos, sonreirme por tu expresión, acariciarte la mejilla con la yema de los dedos. Por tus labios ascender, enrojecidos, con los míos, llegar… Y, ah, probar tu aliento al acariciar la deliciosa brisa que hace ondear mi cordura y mi razón. Adiós, vida, márchate. Quién sabe, cómo me llamo, si de nada me sirve. Al mirarte a los ojos, recuerdo mi nombre.
Tuyo.

viernes, 2 de julio de 2010

Error en la objetividad


(Imaginación en marcha)

-Hola.

-Hola.

-Hacía mucho que no nos veíamos…

-Es cierto. Y eso que, en el fondo, no vivimos tan lejos.

-He pensado en ti constantemente, no te creas que te tengo olvidado.

-No lo dudo, aunque últimamente no me lo has demostrado mucho.

-Podría decirte mil excusas; ninguna me parece justificable. Lo siento.

-Bueno, está bien.

-Creo que tengo algo tuyo.

-Sí, es cierto.

-¿Para qué lo querías?

(Error en la objetividad)

-Para verte a ti.

-Mentiroso.

-¿Y qué te hace pensar que no es verdad?

-No sé, no me fío de ti.

-Vaya, así que no te fías de mí…

-Es broma… a medias. He aprendido a no fiarme de ti. Eres una mala influencia.

-Lo soy.

-Mi mala influencia.

-Ciertamente, sí.

-Te he echado de menos.

-Yo también a ti. Necesitaba hablar contigo.

-Y bien, ¿qué querías?

(El deseo ha provocado una desviación en la fantasía, la realidad no ha sido encontrada. El equipo procederá a apagarse)

martes, 22 de junio de 2010

Los niños que dejan de serlo (segunda parte)


Con un grito ahogado de sorpresa, detuvo la danza y la bruma volvió a su lugar. Sus desconcertados iris verdes escrutaron los alrededores, pues no se podía ver nada con aquella siniestra masa gaseosa.

-No se puede hacer ruido aquí.

-¿Quién eres?- Avanzó unos pasos en la dirección de donde provenían los susurros. Una chiquilla, aproximadamente de su misma edad y altura se recolocaba las telas y gasas que la cubrían. El único reflejo de aquellos ojos negros era un miedo profundo e intenso. Su cuerpo, que se podía intuir entre los pliegues que formaba su atuendo, se retorcía, formaba un ovillo simulando una coraza, un caparazón en el que ocultarse.

-¡Aléjate! Aquí no puedes ir así vestida.

-¿Y por qué no? No me gusta taparme la cara.

-Debes hacerlo. Si no, pasará.

Antes de poder realizar ninguna pregunta, comenzó a notar como sus brazos comenzaban a dolerle. Primero una molestia, luego un dolor insoportable. De la misma manera, una presión le laceró el pecho, y la respiración se hizo dificultosa. La extraña desconocida le ofreció uno de los pañuelos, brindándole una oportunidad de sobrevivir allí. Nuestra niña, con un mar de dolor inundando el bosque de sus ojos, alargó dubitativamente la mano, dispuesta a frenar esa insufrible sensación. Pero un momento antes de rozar la tela con la yema de los dedos, echó a correr. Bajó a toda prisa, sin mirar al frente, concentrándose en cada una de las zancadas, para que la enviaran cada vez más lejos.

La premura de su carrera le hizo llegar a un extraño paisaje. El duro suelo mudó en arena, y comenzó, esta vez, a llover. Era una lluvia triste, el aguacero que precede a las desgracias. La viajera buscó un lugar en el que cubrirse, pero en aquél desierto no había siquiera piedras para protegerse del temporal. Sentía las gotas como frías agujas clavándose a la vez en la piel.

Avistó entonces a lo lejos algo tendido en el suelo. “Tal vez sirva para cubrirme” pensó. Correteó un poco hasta llegar, y una mezcla de sentimientos se apoderó de ella. Por una parte, desilusión por no haber encontrado lo que buscaba. Por otra, el hastío de una imagen desagradable. Y por último, la compasión floreciente, impropia de su edad. Derrumbado en la arena, la moribunda figura de un niño, que sonreía mirando las nubes. Cada espiración, suspiros por donde una parte del alma se escapaba por su boca, era acompañada por un gimoteo de dolor. Su esquelética complexión, sus hoyuelos hundidos, las profundas arrugas de la piel, hacían que se pareciese más a un cadáver que a un crío de apenas ocho años.

-Agua…-Su voz sonaba como si su garganta estuviese llena de polvo. Hablaba, pero no parecía haberse dado cuenta de la presencia de la recién llegada. -Sé que con esta no sobreviviré. Pero hacía tanto tiempo que la buscaba…

Una última sonrisa y una mueca de dolor fueron los últimos movimientos que realizó. Una silenciosa lágrima se deslizó por su rostro, uniéndose al agua que lo empapaba. Luego se quedó quieto, muy quieto. Quieto para siempre.

Nuestra niña, tras permanecer de rodillas observando el cuerpo inmóvil del chiquillo, se levantó. En algún momento, con un sentimiento que ninguno de los adjetivos se aproxima siquiera, llegó al bosque.

Y jamás, jamás, volvió a recordar que en algún momento deseó con febril insistencia tener un camisón nuevo, del color del cielo.

lunes, 21 de junio de 2010

Los niños que dejan de serlo (primera parte)


Hacía rato que caminaba, pero sus piececitos no querían pararse. De hecho, parecía estar dispuesta a echarse a bailar en cualquier momento. Es la energía inagotable que Morfeo nos cede en los sueños. Nos persigan o volemos, siempre hay una reserva de adrenalina dispuesta a ser utilizada. Pero nuestra protagonista no parecía nerviosa. Era como si flotara entre los árboles, simulando la brisa que hace sonar las hojas. La que juega y se esconde en las plantas. La que serpentea por el bosque y acaricia los troncos.

Siempre se encontraba bien en aquel lugar. Perseguía liebres y jugueteaba escondiéndose en lugares donde, pensaba, se ocultaban los maravillosos seres de los cuentos. Cuando quería tomar manzanas, las arrancaba suavemente de las ramas. Tenía todo cuanto una niñita necesitaba. Sin embargo, a veces deseaba algo más. Siempre llevaba el mismo camisón blanco. ¡Ella quería uno nuevo! Uno de color azul. Pensaba que si algún día acompañaba a los pájaros, tal vez la confundirían con el cielo. Sueños de niña.

En su capricho, un día de especial furor, llegó al final de la arboleda. La tupida red que formaban las hojas dio paso a un hostil paisaje. Un enorme peñasco se erguía puntiagudo, amenazante, señalando el horizonte, soportando las fieras olas de un mar que lo azotaba. Y allí de pie, observando el oleaje, un niño.

Se acercó con paso más reposado. La piedra, llena de guijarros, devolvía a cada paso un seco sonido. Cuando se acercó vio que al lado del niño había una caja llena de polvorientos juguetes.

-Hola- saludó la pequeña.- ¿Qué haces?

El desconocido alargó la mano, tomó un payaso de peluche cuya limpia sonrisa contrastaba con su triste desgaste, y, con la frialdad que sucede al llanto, lo dejó caer al embravecido mar.

-Ya no los necesito. Mañana me iré lejos a pelear.

-¿A pelear? ¿Contra quién?

A esto último no respondió tan rápido. Miró las nubes, que teñían el aire de un tono plateado. Tras tomar un poco de aire, sus labios se abrieron ligeramente y contestó:

-No lo sé.

Tras un momento de silencio, con el rugido de las olas y el viento de fondo, una gota impactó en su desconcertada cabecita. Se olvidó de aquel extraño personaje y pensó en ponerse a cubierto antes de que empezase a llover. Pero, si del cielo no caía aún agua ¿de dónde provenía esa partícula de desesperanza?

La pequeña caminante llegó esta vez a un lugar muy árido, a una montaña de piedras grises. Las nubes de lluvia, más oscuras esta vez, amenazaban la cima. Con el onírico don que había recibido, subió rápidamente flotando sobre los escarpados salientes. Un inmenso cráter, recipiente de niebla más opaca que la negra oscuridad nocturna, coronaba el punto más alto. La imparable curiosidad y la osadía de la inexperiencia impulsaron sus piernas, alentándolas a que se sumergieran en la tétrica nube. Cada movimiento provocaba una turbulencia en ese asfixiante aire, que giraba sobre sí mismo y lentamente se detenía de nuevo. A nuestro infante le pareció divertido, y comenzó a saltar, creando corrientes más fuertes, rápidas, y la niebla comenzó a disiparse por donde pasaba. De igual manera, cada paso producía un sonido aumentado debido a la forma del lugar. Una vocecilla surgida de la nada exhaló: “¡Basta!”

martes, 18 de mayo de 2010

Lo que me dicen tus tacones


Lo que me dicen tus tacones. Hoy me incitan a que te someta a mi cuerpo. Ayer tu pisada cansada me pedía que te abrazase, que había sido un día muy duro. El sábado, cuando llegamos a casa, me decían "lo he pasado de miedo, pero cógeme porque no puedo más". Pero hoy son distintos, hoy están especialmente agitados, nunca había visto así a tus zapatos. Gimen silenciosamente y se enredan alrededor de mí, creando un lazo imposible de romper.
Hace unos días, la ligera suela de tus bailarinas quería marcharse a pasear. Esos días estás especialmente curiosa, ya que me recuerdas a una niña, tal vez porque te da igual aparentar ser más alta. Así pareces más tú. Pero cuando llevas sandalias tus pies quieren ir a la playa. Y yo, voy con ellos. A veces los desnudas, pero los metes entre las olas enseguida o en la arena, tienes miedo de pincharte con una piedrecita.
Unas botas de diseño me gritaron una vez, y otro día me amenazaron. Esas me dan miedo, y cuando las veo, prefiero salir de la habitación y volver cuando lleves algo más cómodo. Unas zapatillas desgastadas de deporte me indicaron tu caracter alocado y juvenil, y una vitalidad oculta en ti.

Tus medias tienen la habilidad de volverme loco buscando qué hay debajo. Las negras me piden intimidad, las más claras en susurros me gritan que te desee. Pero tus pies desnudos son distintos.

Son tímidos, blancos y suaves. Me tientan para que les bese y yo no sé negarme. Se acercan para que les arrope y yo los doy todo mi calor. ¡Ay! Cuántas cosas daría por tus pies desnudos.




Porque son como tú.

domingo, 9 de mayo de 2010

Buscando el País de las Maravillas


Érase una vez, en una ciudad sin nombre de un país cualquiera, una chica de 17 años que se llamaba Alicia. No pertenecía a la alta sociedad, ni mucho menos. Tampoco tenía una malvada madrastra (sólo tenía sus momentos, de vez en cuando, como todas las madres), ni siquiera hermanos diminutos o perversos. La verdad es, que dentro de lo que cabía, su familia era bastante corriente. A pesar de que no tenía padre. Su madre siempre le decía que tenía problemas de salud, y por eso estaba ingresado permanentemente en una clínica. Alicia nunca se lo creyó del todo, pero sabía que no tenía que insistir más con el tema. Vivían en un pisito, en la periferia, porque ya sabemos cómo se ponen los del Greenpeace con eso de los chalets y las cabañas de madera. La verdad es que nuestra protagonista no era ninguna princesa, y tampoco quería serlo. A ella lo que de verdad le gustaba era soñar, imaginar lugares lejanos e increíbles. No quería saber nada de exámenes de matemáticas, o de filosofía. Y mucho menos de zapatos de cristal, títulos nobiliarios o grandes bailes. Lo que ella quería era escuchar música a todas horas. A Alicia le gustaba mucho el heavy metal. Solía llevar vaqueros (que, al fin y al cabo, son mucho más cómodos que un vestido de noche) y camisetas con muchos estampados. Ella gustaba de los colores alegres. Era muy optimista, aunque no especialmente feliz.

Como hemos dicho, a Alicia le gustaba mucho la música. Tanto, que no se despegaba en ningún momento de su teléfono móvil, que conectado con dos auriculares blancos a sus orejas, le acompañaba a todo lugar al ritmo de la canción que sonara. Porque ella bailaba y cantaba. Le daba igual que estuviese la calle llena, que ella lo hacía. Daba saltos, como en un concierto. Porque los bailes de salón o el ballet no encajaban mucho con su personalidad. Y en uno de sus paseos, de repente se chocó con un hombre vestido completamente de blanco que no se paró ni a preguntarle si estaba bien. Siguió corriendo como si nada, cojeando levemente y gritando “¡llego tarde, llego tarde!” ante la sorprendida, que le siguió con pasos cautelosos hasta torcer una esquina donde le perdió la vista. Acababa de llegar a un grasiento y maloliente callejón, donde lo único que se veían eran gatos ocultándose y un tambaleante letrero de madera que rezaba con desgastadas palabras “The Hole”. Otra persona se habría marchado apresuradamente de allí, pero Alicia no tenía miedo y entró despreocupada a aquél lugar, donde se sintió mareada casi al instante, por el turbulento ambiente que allí reinaba. Una mancha blanca desapareció rápidamente por una puerta, en el fondo del local. Nuestra protagonista se dirigió hacia ella, pasando entre las mesas de aquél bar, de grotesca decoración, e intentó abrir pero el manillar no cedía. El camarero, entonces, de cara alargada y cansada se le acercó.

-Sólo el jefe pasa por aquí. Siempre cierra con llave. La única que hay está allí arriba- dijo señalando un elevadísimo estante, casi en el techo de la estancia- Pero nunca he conseguido cojerla. Tal vez tú…-

-No importa-Le interrumpió Alicia. Y dicho esto, con una flexión de su pierna derecha, consiguió al patear la puerta abrirla. Antes de caminar al exterior, volvió la mirada hacia el asombrado camarero -¿Y qué busca?-

-Nadie lo sabe. Él está olvidando todos sus recuerdos. Dentro de poco apenas podrá moverse, ni se acordará de quién es. No se puede luchar contra una enfermedad así.

-Comprendo. Nos vemos- Y Alicia salió por el otro lado del agujero.


Alicia caminó mucho más. Descubrió que el Sombrerero padecía (o disfrutaba) su trastorno obsesivo-compulsivo. Comprobó que la liebre de marzo mancaba de un brazo y varios dedos. Supo que la reina de corazones estaba enamorada de la duquesa, y esta última le robaba las tartas, porque adoraba ver su cara enfadada.

Y aprendió que el país de las maravillas está en cualquier sitio. Que no hay que buscar agujeros sin fondo en el suelo para llegar hasta él. Y que los personajes fantásticos están por todos lados -solo que no los sabemos ver-

viernes, 26 de marzo de 2010

¿Sabes? Te quiero


En un segundo pude verte. De repente, sin sentido, sin saber cuando habías llegado. Apenas me dí cuénta de cómo se movía la cama cuando subiste. La oscuridad inundaba la habitación, como el agua a una pecera. Tan solo fui consciente cuando clavamos nuestras miradas, cuando tus manos se hundieron en el colchón a ambos lados de mi cabeza.

Me aovillé como pude, sin flexionar demasiado las piernas bajo tu cuerpo. A cada rato, pasaba un coche y la luz de sus faros me permitía vislumbrarte, a tí, tu torso, el contorno de tu rostro. La barbilla, con algo de cabello incipiente. El pelo, que caía a ambos lados de la cara como si fuera de un corderito. Agadecí que todavía pudiese acompasar la respiración y pestañeé sin comprender qué pasaba. De alguna manera, no podía mover las manos, que recogidas en mi pecho notaban como el corazón intentaba atravesar mis costillas, como si quisiese volver junto a su dueño, a quien le pertenece, quien velaba mi cuerpo con el suyo. De no ser por la escasa luz, jamás podría haber apreciado que tu pecho se hallaba desprovisto de cualquier tipoo de prenda. Tu desnudez hizo que casi al instante una ola de calor inundara mi cara, adquiriendo ese color rojizo del que tanto te reías. Recuerdo el sopor y la pesadez de mis brazos en aquél momento, cada instante quedó grabado en mi memoria como hierro candente. Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que sonreistes a mi reacción, lo que fue la última bala que hizo que me rindiera. La perfección de tu semblante, curvado en la orilla de las puertas de tu aliento me hipnotizó. Sin poder reaccionar, te inclinastes completamente. Tus antebrazos quedaron apoyados junto mis hombros, tu espalda adoptó forma felina y tu boca avanzó junto a la mía, imparable, como si inevitablemente sus destinos se cruzaran. Entonces cerré los ojos y tu aliento (y ya no olor, si no aroma) me embelesó profundamente hasta paralizarme.

Provocaba adicción. Estuve seguro de que pensabas que me asusté, pude percibirlo en un brillo en tus ojos. Tal vez, por eso desististe en tu ósculo y dejaste caer la cabeza en la almohada, rozando mi cabello. En un desesperado intento, pude separar mis ancladas manos y rodear su espalda, hasta que cediste y acabaste yaciendo sobre mí. Y con la misma fuerza de antes levanté tu cabeza, dejándola caer sobre la mía. Con una réplica de la anterior pasión, mordiendo tus labios, probándolos, con fuerza, desesperación y miedo. Te agarré por la nuca y profundicé lo máximo que pude un último beso antes de separarnos. Observó mi rostro confuso iluminado por las tenuas luces de la calle, impidiéndome ver el suyo que permanecía entre las sombras.

No te vayas, por favor. Aún no. Sigue inundando con tu luz, con tu aura mágica, cada ínfima partícula de esta piel virgen. Sigue llenando con tus sonidos este recipiente vacío. Porque ya te he entregado mi alma, y espero que me invadas con la tuya.

sábado, 20 de marzo de 2010

El contrato

-Dadme la mano, hermana mía-

Fuera, tal vez, la angustiosa firmeza con la que me hablaba, el distinguido y serio tono o el usual registro formal de la clase a la que pertenecemos, la que ordenó a mis músculos moverse. Mi palma se colocó automáticamente en el dorso de su mano y al instante comenzó a acariciarla, como quien saca brillo a un tesoro, a una pieza de oro de la que piensa sacar beneficio. Sonriendo ligeramente al frente comenzó a andar. Con ojos bien abiertos y mirada ciega, le seguí yo. Al momento sentí el vestido ondular en mi cuerpo. Me estaba moviendo. Ni dolencia ni placer sentía. No era más dueña de mi voluntad y mi cuerpo que mi reprensor. La pesada tela roja bailaba a cada movimiento. La parte superior, rígida. El corsé igualmente carmín presionaba aún más mi lánguido corazón. Varias docenas de pequeñas pinzas y broches me recogían el pelo, estirando hacia atrás, evitando cualquier intento de flaqueza. Todo en mí parecía estar dispuesto por mi acompañante, con el fin de que mantuviese, si no mi alma, mi cuerpo erguido. Por un congelado momento, instante que nadie recordará como yo, mis pupilas cobraron vida. Atravesé con la mirada a mi acompañante, a través de él a los invitados y tras estos últimos llegué a la ventana. Un par de telas que jamás había visto colgaban a los lados. Pero el marco, la forma y el exterior eran iguales. Un recuerdo borró las sillas cuidadosamente dispuestas, la alfombra impecable bajo mis pies y el resto de muebles lujosos de la sala. Se llevó las luces doradas de araña que caían del techo. Todo el mundo se desvaneció. Menos yo. Y una chiquilla recién aparecida que, descalza y en ropa de dormir, pelo al viento miraba en la ventana la recién caída nieve. Infante era yo entonces. Pero nada era igual a este momento. Húmedos y agrietados por venas son ahora mis ojos, la sombra de la pura y abierta mirada de la niña. Secos son los labios, aunque enardecidos por pinturas de fuego fingido no se comparan a las sinceras palabras que dirían los pálidos de la muchacha. Y aún con su pelo revuelto y enfurecido, más felices son que atrapándolos con accesorios, pasadores y pinzas, que lo aprisionan y lo dañan.

Marcó el final de mi recuerdo el inicio del siguiente paso que había de dar, anunciado por el sonido del tacón. El salón de actos restauró su nuevo aspecto. La presión en mi mano volvió, como los trajeados invitados. La impasible flecha de mis ojos apuntó al frente. Ante la gran y apagada chimenea, sobre una mesita exótica, reliquia familiar, se hallaban un papel y una pluma. La pluma de la avenencia. El remedio de mi familia, la espada de mi asesino. Parecía que lloraba por mí la tinta. Que crepitaba el fuego de las velas en tono fúnebre a honor mío. Que deseaba la alfombra hacerse infinita para no permitirme jamás llegar hasta su final. Que agitaba el viento la casa, queriéndola derrumbar por salvar mi vida. Porque la firma acabaría con mi libertad. Me separaría de la persona que desposarme debía, no del hombre que en el término de la sala, pies juntos, manos a la espalda, media sonrisa esperaba mi inminente llegada.

Si una lágrima huyendo furtiva recorrió mi mentón en ese momento, debieron volver todos el rostro, porque o ni una palabra se dijo o yo yerro al afirmar tal cosa. Debió también ser mentira el penar de mi semblante, pues nadie dijo nada. Tal vez, y pecando de egoísta, no se habían percatado, no obstante, de las razones de celebración. Pero ninguno de los presentes corrigió los rumores. Ni dijo nada en contra o a favor. Ni mi hermano, que mi mano cogía, amonestó a aquellas criadas que entre susurros y juicios de los pasillos, de las cocinas, en los rincones, compadecían a la señorita de la casa, que a casarse iba con un magnate allegado de su hermano. Nos encontrábamos, pues, los tres personajes de la historia, en el auge del libro. Todos desconocían el desenlace, pero nadie reía como comedia mi tragedia. Sonrisas imperaban en los rostros. Todos eran, pues, placidos. ¿Todos? Es sabido que la pena de unos es placer de otros, y que entonces mi sufrimiento se convertiría posteriormente en el gozo y regocijo de toda la casa.

Hacía rato ya, que el contrato de esponsales era ante mí, o yo ante él, no lo recuerdo. Marcado en tinta era ya un lado, un manchado borrón. A la derecha, blanco el papel incitaba a ser mancillado también. Pero ¿cómo hacer objeto culpable al mísero, inconsciente folio?

-Escribe-

Abrí mis labios desconcertada al ser sacada de mi estado de delirio, pero oí de nuevo la imperante orden, susurrada con rabia por mi fraternal compañero.

-Escribe he dicho-

Gritó el papel, con su rugoso sonido al ser rasgado por la pluma asesina. La negra sangre se fijó en forma de firma. Esto no era una boda, era un negocio, una fusión de empresas. Mi hermano y mi esposo, presidentes. Yo, simple tapadera. Marioneta entregada al mayor postor, en un enlace sin amor ni deseo, mascota silenciosa, castigada al querer ladrar.

Los días pasaron. El sol parecía oscuro, la noche demasiado corta. Me rodearon el lujo y las sonrisas, que parecían querer proveerme de aquello que manco. La familia lo sabe, nadie dice nada. El silencio es la cortés respuesta a las situaciones incómodas. Una realidad injustamente reservada al sexo femenino.

lunes, 15 de febrero de 2010

El gato Chesire (segunda parte)


-Has llorado mucho- Una desconocida voz de tenor me sobresaltó. Se hayaba inclinado hacia mí un chico joven, pero bastante alto, y empapado -Toda esta agua que cae del cielo son tus lágrimas. Has llorado mucho-repitió.Sonreí para mis adentros. Era absurda aquella idea, al igual que el desconocido que se estaba dirigiendo hacia mí ¿Quería parecer interesante o simplemente era su mentirosa e intencionadamente seductora (con un trasfondo de humillación) manera de dirigirse a las mujeres? En mi opinión, este chico se ha equivocado de siglo y de persona. A no ser que estas precipitadas conclusiones sean fruto de mi propio egocentrismo.
-¿Y qué te hace pensar que he llorado mucho? ¿Acaso me ves afligida? en tu lugar, guardaría cuidado con tan apresuradas sentencias; alguien podría molestarse- Contesté en un tono de niña caprichosa. Ni siquiera le miré a la cara. Jugueteaba agachada con una hoja mojada, haciéndola girar, como si no estubiera aquél intrigante personaje. Le observé de reojo, ofuscada por su silencio, y noté que no me miraba. Parecía concentrado en algo que nada tenía que ver con llantos o rabietas. Sonreía tranquilo, mirando al infinito como si con la mirada fulminara todos los árboles pudiendo apreciar el horizonte. Nada existía que perturbara la firme calma de ese chico. Un aura invisible parecía que lo cubría, transmitiendo un sosiego y placidez especiales, que me embriagaba.

-Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa -Su voz aterciopelada, acompañada de su movimiento al sentarse a mi lado me sobresaltó, haciendo que diera un pequeño respingo. Él, incorruptible en su tarea, continuaba recitando sin apartar la vista de aquél perdido lugar en su mente, donde sus pupilas, inmóviles, no servían de nada para encontrarlo.

-Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.- Carecía de valor y voluntad para detenerlo ¿Otra treta, tal vez? ¿Un intento desesperado de engatusar a la gente recitando poesía? de cualquier forma, no iba a entorpecer su tarea.
-Quien la oye caer ha recobrado El tiempo en que la suerte venturosa…-Mi cuerpo era lo único que me mantenía ligada a tierra. Pero no, ahora viajaba entre rosales, entre viñedos y voces de gente conocida que hace mucho que desaparecieron. Parece que el sonido de la lluvia desapareciera, turbada ante tan bello recital. Hace tiempo que terminó, pero parece que el eco de su poema se expandiera aún, llevado por el viento y el agua. Por las hojas que volaban lejos, o por los pájaros que ahora arropan a sus crías, pero que pronto echarán a volar de nuevo. Un minuto inmortal transcurrió, hasta que me vi impulsada a decir algo.
-Borges. Sus poemas son muy sentidos.- Con la entumecida mano me aparté el cabello goteante para poder mirarle a la cara. Su característica principal era su sonrisa. Era amplia, sincera y muy traviesa. Los ojos, castaños, como es más normal entre la gente de por aquí. Pero lo que más me sorprendió, dado a mis cavilaciones anteriores (aquellas que parece que hace mucho tiempo que pensé, y que se esfumaron ante la incertidumbre y el olvido) fueron unos mechones rubios claros, con reflejos cobres y rojizos que caían a ambos lados de su rostro. Le miré, vacilante. Él parecía estar riéndose de mi reacción.
Jamás sabré si aquél rayo de sol era él, guiándome por el camino hacia la salida. Tampoco sabré nunca cuál era el final de nuestra historia.Tal vez le odiara y repugnara su manera de comportarse conmigo. O quizás nos amaríamos impulsivamente como dos fieras salvajes. Quién sabe siquiera si le volvería a ver. Lo único que puedo asegurar con certeza es que fue el despertar más bello, con la caricia de una hoja sobre mi rostro. Como si de las que habían volado a causa del violento temporal hubiera traspasado la barrera de lo irreal y hubiese traido el recuerdo de una persona de ensueño que un día me recitó un poema a la orilla de un río.

lunes, 8 de febrero de 2010

El gato Cheshire (primera parte)


Intenté levantarme, pero mis piernas no me respondían. Estaba apoyada sobre un plano inclinado, con algunos guijarros fijándose a mi espalda, y de textura térrea. Las pesadas puertas de mis ojos se negaban a abrirse. Acaricié con la mano derecha el suelo, revolviendo la arena, colándola por mis dedos esperando una fuente de energía en mi interior, hasta que me sentí con más fuerzas. Cuando abrí los ojos tan solo ví un pequeño charco de sangre alrededor de mi pie, cayendo por un alargado corte que se extendía por toda mi corva. La pantorrilla estaba llena de barro y aquél líquido rojo que me mareaba, mis manos ajadas y las rodillas rebosantes de heridas. Jadeé un momento y miré hacia arriba. Me hallaba postrada sobre la ladera de una pendiente de unos tres metros de altitud. Fue entonces cuando varios recuerdos fugaces me guiaron hacia la salida de mi túnel de inconsciencia; mi memoria evocaba momentos anteriores a la fatal caida. Me acordaba de mi hermana que (fuese para purgar su conciencia o por propio placer) con motivo de las vacaciones decidió traerme aquí, al campo, por mucho que lo aborreciera, con el único motivo de intentar pasar un rato conmigo. Y debía aceptarlo, muy a mi pesar, pues probablemente no la volviese a ver en mucho tiempo. Para no desairarla, fingí interesarme en una ruta cercana a la casa en la que nos alojábamos, pero entonces, Blanco, nuestro conejo, huyó presuroso hacia el escarpado desnivel y ambos perdimos el equilibrio al llegar, cayendo estrepitosamente.
Tras recuperar algo de mi conocimiento, me puse en pie, apoyándome sobre la pierna sana, para poder apreciar mejor la hendidura. Me sentí bastante estúpida, sobretodo cuando vinieron a mi mente las numerosas escenas de las prácticas de primeros auxilios, que realizábamos con sorna pensando inocentemente que jamás nos ocurriría nada que precisara dichos conocimientos. Con uno de mis calcetines altos cubrí el tajo a modo de torniquete a la vez que hacía algo de presión con la mano para cortar la hemorragia. Mientras, mordía mi labio inferior tratando de tranquilizarme y no desmayarme de nuevo. Desvié mi mirada, para encontrarme con una densa arboleda, de copas tan altas y frondosas que parecía una selva de setas gigantes de ficción, donde se perdían las cándidas muchachas en su mundo de fantasía. No tuve que esperar mucho más a que cicatrizara, había sido un corte limpio. Pude reconocer rápidamente al culpable: rozé con una roca de aristas afiladas que se alzaba prominente por la cuesta. Retiré entonces la improvisada venda con repulsión para lanzarla lejos y utilizar el otro calcetín para asegurar la cura de la hendidura. Solo entonces, ya que no podía escalar el desnivel, preparada y con mis ánimos cargados de nuevo, pude ponerme en marcha a través del bosque que se habría ante mí.
La inmensidad de la vegetación me asustó y maravilló a la vez. Montones de frescos tonos verdes se alzaban por todos lados, convirtiendo el paisaje en un caos de troncos y hojas. El único sonido que rompía la armonía del ambiente eran mis pisadas sobre las ramas secas y el sonido de las hojas mecidas por el viento. Ignoro el tiempo que anduve, casi flotando como en un sueño, entre los pilares leñosos que emergían de la tierra, hasta que entreví por ellos una neblina, una nube a lo lejos de color amarillo pardo que desapareció enseguida. Tras un segundo de desconcierto, me dirigí lo más veloz que podía en la dirección que creía haberlo dislumbrado, pero… ¡oh! No había nada allí. Tan solo un firme puente de madera sobre un estrecho río ocupaba la franja entre los dos tramos del bosque a la que había llegado a parar. Desconocía el tiempo que podría permanecer perdida por los tortuosos caminos, así que me senté al borde de la estructura para descansar. Dejé que mis piernas se balancearan de forma distraida, salpicando con la punta de mis polvorientas zapatillas algunas gotas a contracorriente. El acorde de la naturaleza, el agua, el viento y el chapoteo me sumió en un estado de somnolencia. Finalmente, me recosté y me dejé llevar por el sopor. El fino ramal de la vegetación más alta formaba un entramado que dejaba entrever tenuamente el cielo. El tiempo era despejado, con algunas nubes que recorrían rápidamente la celeste bóveda.
¿Una? ¿Dos horas? ¿Cuánto tiempo pasó hasta que me desperté? Sobresaltada por lo que había creído que era el pinchazo de una aguja, desperté para descubrir que eran heladas, saladas gotas de lluvia. El inconfundible ronrroneo del agua engulló el resto de sonidos del bosque, como si nada más se escuchara en el mundo, e hizo que retrocediera hasta uno de aquellos frondosos árboles. Recordé entonces mi anterior visión, nebulosa de color cálido, amarillo pardo, ámbar... muchas comparaciones se me ocurrían, pero no sabía definirlo del todo. Me pareció más acertada la idea de un rayo de sol que se había colado entre las ramas, como en una de las leyendas de Bécquer, y pasé a debatirme sobre qué hacer, pero entonces pasó algo inesperado.

miércoles, 3 de febrero de 2010

El pico más alto


El frenético ritmo al que nos acostumbran a ir acaba cansándome. De verdad. Al caminante que aprecia las pequeñas bellezas se le adjetiva de merodeador, loco o sospechoso. Desde luego, lo natural es observar boquiabiertos las enormidades construcciones en creciente cantidad. Cada país disputa por la posesión del edificio más alto del mundo. Unos ladrillos más en la base, un par de centímetros de sobra en el pararrayos situado en la azotea del colosal monstruo de hormigón… Todo es válido en la violenta guerra de la construcción de monumentos.
El arte representa la belleza. Pero constantemente lo usamos para demostrar nuestro poder, no para agradar. A mí me resulta casi insultante cuando dos personas discuten por cuál de sus respectivas ciudades tiene un legado cultural mayor. Pero es el doloroso reflejo de la mentalidad conflictiva de nuestro conflictivo mundo. Podría decir que preferiría que todo ese dinero, o esas materias primas se utilizasen para la construcción de hospitales, escuelas y demás instituciones necesarias en lugares (que tendemos a recordar únicamente a la hora de comer, frente al televisor, pero que se borra de nuestras mentes tan rápido como cambia el locutor de tema) donde realmente lo necesitan. Pero eso son temas donde no voy a meterme.
No me interesan los lejanos lugares llenos de prestigio: el inerte suelo de esos sitios se vanagloria incluso de pertenecer allí. Por eso, lo he decidido. Este pedazo de hierro será ahora mi Torre Eiffel, mis Torres Petronas. Mi imponente Panteón y mi Estatua de la Libertad.
Este trozo, pedazo de agrietado, desgastado y oxidado hierro será el pico más alto.

jueves, 21 de enero de 2010

¡Bebamos!


(Siglo XIX. Sentados. Ella mira al infinito, algún lugar en el cielo. Él la observa en silencio, con expresión tranquila)
-Él: ¿Qué teneis, señora?
-Ella: (le mira lentamente y sonríe) No merece ciertamente la pena que os alarméis.
-Él: Verdad es que casi soy un desconocido para vos, mas… (La toma de la barbilla)
-Ella: ¡Qué niño sois!
-Él: (baja la cabeza) Deberíais cuidaros. Oísteis lo que dijeron los médicos.
-Ella: El juicio de esos doctorzuelos muda a la vez que su estipendio ¿Un año más de vida? Aplíquese una unción milagrosa por unos septenarios quinientos francos. Cura de tisis al más avanzado de los enfermos (con sarcasmo).
-Él: No deberíais frivolizar con un tema de tal calibre. Vuestra vida pende del conocimiento de quienes os referís como embaucadores (ella ríe). Dejad, por lo menos, que sea vuestro amigo, vuestro pariente, y yo cuidaré de vos.
-Ella: (le mira como a un crío) ¡La competencia vuelve sus rostros en falazes expresiones de mansedumbre! Sois aún un muchacho imprudente y confiado. Vuestra puerilidad es enternecedora, mas ya no sois un zagal. Y libre del ojo paterno, tal vez deberíais inclinaros por otros placeres. Hallámonos en Paris, junto a Viena, capitales del placer vicioso (coge la copa y se dispone a beber).
-Él: (toca con sus dedos la copa antes de que alcanze los labios de ella, retirándola muy suavemente) No soy capaz de seguir viendo esa falsa alegría que me ofrecéis (Se levanta)
-Ella: (Aún en el suelo, se gira para mirarlo) ¿Así pues, partís?
-Él: No podría, no sin llevaros conmigo.
-Ella: ¡Qué bueno sois! Si me lleváseis, me alejaríais de esta vida por completo. Tal vez recuperaría el preciado y juvenil color carmesí y la vivaz ansia de la niñez. Pero la muerte es implacable (se levanta) y no tardaría, reposada o con una copa en mano, como ahora, en llevarme. Entonces, ¿Qué importa, una joven más, una joven menos?
-Él: (se arrodilla ante ella, besándole la palma de la mano y los dedos, repetidamente) Concededme, al menos, el gozo de velar por vos, por vuestra salud y el futuro.
-Ella: (Con frialdad) No puedo más que permitiros ser mi amante, y aseguraros un lugar en mi palco de la ópera, o alguna madrugada en mi casa. Alguna casualidad os permitiría mayores privilegios, mas debeis tener una renta mayor a los seis mil francos, o enamorarme realmente. Para las hijas de la noche, un hombre puede ser una mañana un capricho alcanzable, y a la siguiente un recuerdo molesto, o una cifra que ayuda a cubrir las deudas. (Se sienta junto a él) Y a pesar de que os imponga mis condiciones, vos apresuradamente juraréis regir, brindarme vuestra alma sobre ellas, a pesar de que tempranamente, siendo lo más seguro, cegado por los celos o cansado de la nueva aventura, me abandonaréis o recriminaréis los deberes de una novicia. Y vos, muy alejado de la realidad, creeréis tener toda razón. En ese caso, no tendré más remedio que pediros que salgáis de mi casa, y si algún día os arrepentís y volvéis, en la puerta no habrá nadie más que mi criada diciendo que la señora duerme, mientras se escuchan jocosas y estridentes risotadas manchadas en vino desde el interior. Como he debido hacer para posibilitar vuestra visita.
-Él: (En silencio, se incorpora) ¿Serían suficientes los sacrificios para pediros, al menos, que me améis un poco?
-Ella: (le coge de la mano) Anda, ven, siéntate conmigo. Hemos hablado ya de temas poco inocentes, no te importa que te trate de forma algo menos formal, ¿verdad? A pesar de que, de una persona como yo, sea una pregunta algo extraña. (Suelta una risita baja, algo triste)
-Él: A mis ojos, resulta alentador que me veáis como un amigo.
-Ella: ¿A los labios de una concubina?
-Él: A los labios de la más bella de las concubinas, más bella que una virgen, con más gracia que cualquiera de las hijas de Dios.
-Ella: Contaré el tiempo hasta que cambieis de opinión (sonrie)
-Él: Sólo es eso posible cuando no se conoce el amor.
-Ella: No lo digáis a quien lo ignora.
-Él: Ese será entonces mi propósito.
(Se miran seriamente un momento. Después, ríen juntos)

martes, 5 de enero de 2010

La playa en la ventana


Miré por la ventana entre consternada y melancólica. Las fieras olas rompían continuamente contra las redondeadas piedras de azabache, al borde de la costa, en la desértica playa. El maravilloso mosaico natural que se formaba allí era equiparable a la salamandra de Gaudí, creando formas y dunas de fulgor plateado. La luz, albina, se filtraba por las plomizas nubes, llevadas por el viento arreciante, resbalando por la superficie del firmamento a gran velocidad.
No entendía la causa de mi inquietud. En mi interior, un millón de mariposas mas una, ansiaban volar lejos de allí, arremetían contra mi vientre constantemente, intentando perforarlo y correr liberadas.
Clavé entonces la vista en el horizonte. Se abría a mí, escupiendo los espumosos hilos grisáceos desde donde alcanzaba la vista, como tejidos por Frigg, amenazando una temprana lluvia. Los trazos imperfectos y desordenados creaban una red de telarañas en la mística bóveda, maravillando incluso al mar, que palidecía en su reflejo. El baile del oleaje, motivado, avivaba su gozo, con más fiereza, más fuerza, más pasión.
Las alargadas hojas de la copa de un melocotonero alcanzaban mi ventana, y la llamaban golpeando, deseando refugiarse, alertándome de la inminente tempesta.
La danza de aquella dama llamada Mar me abstrayó. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?¿Cuántos años, meses? La recordaba. Pero como a un desconocido de la calle. Mi memoria sólo la revive al pasar junto a ella, más tarde es una incómoda verdad, una molestia. Un sonido coníinuo al que gritamos para que pare, pero inevitablemente nunca morirá.
A veces se nos olvida que las cosas más importantes las solemos tener al lado.
Entonces abrí la ventana, a consecuencia de esto, todos los papeles de mi mesa volaron por el aire. Y por fin llegó a mí ese inconfundible olor a sal.