lunes, 25 de octubre de 2010

A qué huelen las nubes

-¿Qué piensas?- preguntó ella- a veces no consigo adivinarlo.

El interrogante me sacó de mi estado de somnolencia e intenté colocar los pensamientos en su sitio, de forma que pudiese contestar algo coherente.

-Creo que… si las nubes son vapor no debe haber mucha diferencia entre respirar en el cielo o hacerlo en una ducha de agua caliente. Creo.

-Podríamos comprobarlo- una arrebatardora sonrisa inhabilitó mis fuerzas.

-¿Me vas a llevar al cielo?

-¿Fly me to the moon? ¿Como Sinatra?

-No, digo a probar las nubes. Como si fuesen algodón de azúcar.

-Si dices que son vapor- el tono de su voz me abrazaba, con la melosidad propia de las ninfas- supongo que la ducha de la que hablabas antes es una buena alternativa.

-Lo estaba diciendo en serio- le reproché.

-¿Y yo no?- me contestó.

La bóveda celeste perdía entonces su nombre. Era una capa acolchada gris y perla. La verdad, si volase hasta allí podría darme calambre. Quedarme entre los brazos que me rodeaban parecía mucho más apetecible. La hierba, moqueta del terreno, resultaba especialmente agradable, y aquel espacio en medio de una amalgama de edificios, un alargado trazo de pintura esmeralda que desgarra, con el aroma del verano, con el canto de los pájaros, con el aire virgen, un cuadro gris.

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