Con un grito ahogado de sorpresa, detuvo la danza y la bruma volvió a su lugar. Sus desconcertados iris verdes escrutaron los alrededores, pues no se podía ver nada con aquella siniestra masa gaseosa.
-No se puede hacer ruido aquí.
-¿Quién eres?- Avanzó unos pasos en la dirección de donde provenían los susurros. Una chiquilla, aproximadamente de su misma edad y altura se recolocaba las telas y gasas que la cubrían. El único reflejo de aquellos ojos negros era un miedo profundo e intenso. Su cuerpo, que se podía intuir entre los pliegues que formaba su atuendo, se retorcía, formaba un ovillo simulando una coraza, un caparazón en el que ocultarse.
-¡Aléjate! Aquí no puedes ir así vestida.
-¿Y por qué no? No me gusta taparme la cara.
-Debes hacerlo. Si no, pasará.
Antes de poder realizar ninguna pregunta, comenzó a notar como sus brazos comenzaban a dolerle. Primero una molestia, luego un dolor insoportable. De la misma manera, una presión le laceró el pecho, y la respiración se hizo dificultosa. La extraña desconocida le ofreció uno de los pañuelos, brindándole una oportunidad de sobrevivir allí. Nuestra niña, con un mar de dolor inundando el bosque de sus ojos, alargó dubitativamente la mano, dispuesta a frenar esa insufrible sensación. Pero un momento antes de rozar la tela con la yema de los dedos, echó a correr. Bajó a toda prisa, sin mirar al frente, concentrándose en cada una de las zancadas, para que la enviaran cada vez más lejos.
La premura de su carrera le hizo llegar a un extraño paisaje. El duro suelo mudó en arena, y comenzó, esta vez, a llover. Era una lluvia triste, el aguacero que precede a las desgracias. La viajera buscó un lugar en el que cubrirse, pero en aquél desierto no había siquiera piedras para protegerse del temporal. Sentía las gotas como frías agujas clavándose a la vez en la piel.
Avistó entonces a lo lejos algo tendido en el suelo. “Tal vez sirva para cubrirme” pensó. Correteó un poco hasta llegar, y una mezcla de sentimientos se apoderó de ella. Por una parte, desilusión por no haber encontrado lo que buscaba. Por otra, el hastío de una imagen desagradable. Y por último, la compasión floreciente, impropia de su edad. Derrumbado en la arena, la moribunda figura de un niño, que sonreía mirando las nubes. Cada espiración, suspiros por donde una parte del alma se escapaba por su boca, era acompañada por un gimoteo de dolor. Su esquelética complexión, sus hoyuelos hundidos, las profundas arrugas de la piel, hacían que se pareciese más a un cadáver que a un crío de apenas ocho años.
-Agua…-Su voz sonaba como si su garganta estuviese llena de polvo. Hablaba, pero no parecía haberse dado cuenta de la presencia de la recién llegada. -Sé que con esta no sobreviviré. Pero hacía tanto tiempo que la buscaba…
Una última sonrisa y una mueca de dolor fueron los últimos movimientos que realizó. Una silenciosa lágrima se deslizó por su rostro, uniéndose al agua que lo empapaba. Luego se quedó quieto, muy quieto. Quieto para siempre.
Nuestra niña, tras permanecer de rodillas observando el cuerpo inmóvil del chiquillo, se levantó. En algún momento, con un sentimiento que ninguno de los adjetivos se aproxima siquiera, llegó al bosque.
Y jamás, jamás, volvió a recordar que en algún momento deseó con febril insistencia tener un camisón nuevo, del color del cielo.
Una vez más, te lo repito. Vuelve a la realidad. Necesito hablar contigo. Necesito el libro del mundo de sofia.
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