lunes, 21 de junio de 2010

Los niños que dejan de serlo (primera parte)


Hacía rato que caminaba, pero sus piececitos no querían pararse. De hecho, parecía estar dispuesta a echarse a bailar en cualquier momento. Es la energía inagotable que Morfeo nos cede en los sueños. Nos persigan o volemos, siempre hay una reserva de adrenalina dispuesta a ser utilizada. Pero nuestra protagonista no parecía nerviosa. Era como si flotara entre los árboles, simulando la brisa que hace sonar las hojas. La que juega y se esconde en las plantas. La que serpentea por el bosque y acaricia los troncos.

Siempre se encontraba bien en aquel lugar. Perseguía liebres y jugueteaba escondiéndose en lugares donde, pensaba, se ocultaban los maravillosos seres de los cuentos. Cuando quería tomar manzanas, las arrancaba suavemente de las ramas. Tenía todo cuanto una niñita necesitaba. Sin embargo, a veces deseaba algo más. Siempre llevaba el mismo camisón blanco. ¡Ella quería uno nuevo! Uno de color azul. Pensaba que si algún día acompañaba a los pájaros, tal vez la confundirían con el cielo. Sueños de niña.

En su capricho, un día de especial furor, llegó al final de la arboleda. La tupida red que formaban las hojas dio paso a un hostil paisaje. Un enorme peñasco se erguía puntiagudo, amenazante, señalando el horizonte, soportando las fieras olas de un mar que lo azotaba. Y allí de pie, observando el oleaje, un niño.

Se acercó con paso más reposado. La piedra, llena de guijarros, devolvía a cada paso un seco sonido. Cuando se acercó vio que al lado del niño había una caja llena de polvorientos juguetes.

-Hola- saludó la pequeña.- ¿Qué haces?

El desconocido alargó la mano, tomó un payaso de peluche cuya limpia sonrisa contrastaba con su triste desgaste, y, con la frialdad que sucede al llanto, lo dejó caer al embravecido mar.

-Ya no los necesito. Mañana me iré lejos a pelear.

-¿A pelear? ¿Contra quién?

A esto último no respondió tan rápido. Miró las nubes, que teñían el aire de un tono plateado. Tras tomar un poco de aire, sus labios se abrieron ligeramente y contestó:

-No lo sé.

Tras un momento de silencio, con el rugido de las olas y el viento de fondo, una gota impactó en su desconcertada cabecita. Se olvidó de aquel extraño personaje y pensó en ponerse a cubierto antes de que empezase a llover. Pero, si del cielo no caía aún agua ¿de dónde provenía esa partícula de desesperanza?

La pequeña caminante llegó esta vez a un lugar muy árido, a una montaña de piedras grises. Las nubes de lluvia, más oscuras esta vez, amenazaban la cima. Con el onírico don que había recibido, subió rápidamente flotando sobre los escarpados salientes. Un inmenso cráter, recipiente de niebla más opaca que la negra oscuridad nocturna, coronaba el punto más alto. La imparable curiosidad y la osadía de la inexperiencia impulsaron sus piernas, alentándolas a que se sumergieran en la tétrica nube. Cada movimiento provocaba una turbulencia en ese asfixiante aire, que giraba sobre sí mismo y lentamente se detenía de nuevo. A nuestro infante le pareció divertido, y comenzó a saltar, creando corrientes más fuertes, rápidas, y la niebla comenzó a disiparse por donde pasaba. De igual manera, cada paso producía un sonido aumentado debido a la forma del lugar. Una vocecilla surgida de la nada exhaló: “¡Basta!”

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