-Dadme la mano, hermana mía-
Fuera, tal vez, la angustiosa firmeza con la que me hablaba, el distinguido y serio tono o el usual registro formal de la clase a la que pertenecemos, la que ordenó a mis músculos moverse. Mi palma se colocó automáticamente en el dorso de su mano y al instante comenzó a acariciarla, como quien saca brillo a un tesoro, a una pieza de oro de la que piensa sacar beneficio. Sonriendo ligeramente al frente comenzó a andar. Con ojos bien abiertos y mirada ciega, le seguí yo. Al momento sentí el vestido ondular en mi cuerpo. Me estaba moviendo. Ni dolencia ni placer sentía. No era más dueña de mi voluntad y mi cuerpo que mi reprensor. La pesada tela roja bailaba a cada movimiento. La parte superior, rígida. El corsé igualmente carmín presionaba aún más mi lánguido corazón. Varias docenas de pequeñas pinzas y broches me recogían el pelo, estirando hacia atrás, evitando cualquier intento de flaqueza. Todo en mí parecía estar dispuesto por mi acompañante, con el fin de que mantuviese, si no mi alma, mi cuerpo erguido. Por un congelado momento, instante que nadie recordará como yo, mis pupilas cobraron vida. Atravesé con la mirada a mi acompañante, a través de él a los invitados y tras estos últimos llegué a la ventana. Un par de telas que jamás había visto colgaban a los lados. Pero el marco, la forma y el exterior eran iguales. Un recuerdo borró las sillas cuidadosamente dispuestas, la alfombra impecable bajo mis pies y el resto de muebles lujosos de la sala. Se llevó las luces doradas de araña que caían del techo. Todo el mundo se desvaneció. Menos yo. Y una chiquilla recién aparecida que, descalza y en ropa de dormir, pelo al viento miraba en la ventana la recién caída nieve. Infante era yo entonces. Pero nada era igual a este momento. Húmedos y agrietados por venas son ahora mis ojos, la sombra de la pura y abierta mirada de la niña. Secos son los labios, aunque enardecidos por pinturas de fuego fingido no se comparan a las sinceras palabras que dirían los pálidos de la muchacha. Y aún con su pelo revuelto y enfurecido, más felices son que atrapándolos con accesorios, pasadores y pinzas, que lo aprisionan y lo dañan.
Marcó el final de mi recuerdo el inicio del siguiente paso que había de dar, anunciado por el sonido del tacón. El salón de actos restauró su nuevo aspecto. La presión en mi mano volvió, como los trajeados invitados. La impasible flecha de mis ojos apuntó al frente. Ante la gran y apagada chimenea, sobre una mesita exótica, reliquia familiar, se hallaban un papel y una pluma. La pluma de la avenencia. El remedio de mi familia, la espada de mi asesino. Parecía que lloraba por mí la tinta. Que crepitaba el fuego de las velas en tono fúnebre a honor mío. Que deseaba la alfombra hacerse infinita para no permitirme jamás llegar hasta su final. Que agitaba el viento la casa, queriéndola derrumbar por salvar mi vida. Porque la firma acabaría con mi libertad. Me separaría de la persona que desposarme debía, no del hombre que en el término de la sala, pies juntos, manos a la espalda, media sonrisa esperaba mi inminente llegada.
Si una lágrima huyendo furtiva recorrió mi mentón en ese momento, debieron volver todos el rostro, porque o ni una palabra se dijo o yo yerro al afirmar tal cosa. Debió también ser mentira el penar de mi semblante, pues nadie dijo nada. Tal vez, y pecando de egoísta, no se habían percatado, no obstante, de las razones de celebración. Pero ninguno de los presentes corrigió los rumores. Ni dijo nada en contra o a favor. Ni mi hermano, que mi mano cogía, amonestó a aquellas criadas que entre susurros y juicios de los pasillos, de las cocinas, en los rincones, compadecían a la señorita de la casa, que a casarse iba con un magnate allegado de su hermano. Nos encontrábamos, pues, los tres personajes de la historia, en el auge del libro. Todos desconocían el desenlace, pero nadie reía como comedia mi tragedia. Sonrisas imperaban en los rostros. Todos eran, pues, placidos. ¿Todos? Es sabido que la pena de unos es placer de otros, y que entonces mi sufrimiento se convertiría posteriormente en el gozo y regocijo de toda la casa.
Hacía rato ya, que el contrato de esponsales era ante mí, o yo ante él, no lo recuerdo. Marcado en tinta era ya un lado, un manchado borrón. A la derecha, blanco el papel incitaba a ser mancillado también. Pero ¿cómo hacer objeto culpable al mísero, inconsciente folio?
-Escribe-
Abrí mis labios desconcertada al ser sacada de mi estado de delirio, pero oí de nuevo la imperante orden, susurrada con rabia por mi fraternal compañero.
-Escribe he dicho-
Gritó el papel, con su rugoso sonido al ser rasgado por la pluma asesina. La negra sangre se fijó en forma de firma. Esto no era una boda, era un negocio, una fusión de empresas. Mi hermano y mi esposo, presidentes. Yo, simple tapadera. Marioneta entregada al mayor postor, en un enlace sin amor ni deseo, mascota silenciosa, castigada al querer ladrar.
Los días pasaron. El sol parecía oscuro, la noche demasiado corta. Me rodearon el lujo y las sonrisas, que parecían querer proveerme de aquello que manco. La familia lo sabe, nadie dice nada. El silencio es la cortés respuesta a las situaciones incómodas. Una realidad injustamente reservada al sexo femenino.
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