lunes, 30 de noviembre de 2009

Días de verano


Decir una hora precisa sería muy impreciso. ¿Paradójico?
El sol iluminaba suavemente las filas de mesas, cuidadosamente dispuestas a lo largo de la sala. La propia dureza, la severidad de sus materiales parecía enternecerse ante la presencia del imperiante y maternal astro. El cántico de un colorido animalito alegraba un murmullo insostenible. Se balanceaba en una fina rama. O eso creía ver. Es lo que tienen los árboles. Pero sabes que sigue estando ahí. Aunque parece que sea la frondosa copa la que canta. Es la música oculta, casi esotérica, que no necesita a ningún hombre para entonarla. Tal vez, por eso, sea tan especial.
El pájaro por fin se dió a conocer. Voló a otra rama, más lejana, donde el sonido llegaba a un volumen más bajo. Me levanté de la silla. Nadie se molestó, a nadie le importó que lo hiciese. Coloqué un pie en la silla, después otro en el pupitre, y por último me posé en la ventana. Miré un momento hacia atrás. Yo seguía sentado. Pero también estaba en la ventana. Ignorándolo, por fin salté. Salté suavemente, y me elevé más ligero que la brisa, y llegué hasta el lugar donde se había colocado mi pequeño amigo. No se asustó. Aunque tampoco me miró.
Sentado en la copa del árbol, pensé. Mientras mi cuerpo estaba en la clase del instituto, mi pensamiento seguía aves cantarinas allí fuera.
Cuán duras son las clases en pleno verano

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